Homero Prezit se consideraba un sobreviviente, un inmune. Como Isher, el protagonista de
La Tierra permanece, había logrado eludir las epidemias de dos siglos, incluso la peor de todas, la viruela linfática que en 2010 diezmó la población del planeta. Más devastadora que la peste de 1348, la viruela linfática solucionó los problemas demográficos al producir cuatro mil millones de muertos. El golpe fue duro, durísimo, y la especie humana aprendió varias cosas. Una de ellas fue que la mayoría de los hábitos y costumbres del Viejo Mundo debían ser cambiados. Ya no hubo ejércitos ni magnates y una suerte de mansa sabiduría cayó como fina llovizna sobre las ahora vacías ciudades. Los nuevos humanos conservaron, por cierto, algunas de las conquistas tecnológicas más útiles; hubiera sido absurdo ensañarse con ellas: los artefactos no habían sido los responsables de los errores sino sólo sus instrumentos. Aislados unos de otros, pero conectados gracias a redes virtuales infinitas, las mujeres y hombres se prepararon para dar el salto evolutivo profetizado por Arthur Clarke: se salía, por fin, de la cuna para acceder a un estado de madurez intelectual y espiritual jamás alcanzado en otros tiempos.
Por eso, cuando a Homero se le llenó el cuerpo de escaras y úlceras profundas, perdió el apetito y progresivamente se le fueron atrofiando los cinco sentidos, no sólo se sorprendió atrozmente sino que despertó el estupor de los especialistas que se conectaban con él a través de la red. No había antecedentes de una enfermedad semejante, y médicos, biólogos y genetistas de todo el mundo empezaron a conjeturar acerca de cuál podría ser el origen de la dolencia, aunque no llegaron a ninguna conclusión. La impotencia ganó el ánimo de todos cuando descubrieron que Homero sólo era el primero, pero de ningún modo el único. Tomada por sorpresa, la humanidad no supo reaccionar. ¿Cómo es posible el contagio, se decían los científicos, si todos vivimos aislados, protegidos, sin contacto físico? La red nos nutre, nos mantiene comunicados y nos proporciona los recursos necesarios y suficientes para sostenernos. ¿Cómo es posible?, repetían. Y siguieron haciéndolo después del fallecimiento de Homero, el precursor, y siguieron haciéndolo mientras los seres humanos que habían sobrevivido a todas las pestes sucumbían a la última, la única que ellos mismos habían creado, la peste que nació como defensa contra todas las otras.
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