Se despertó, empapado de sudor, en el sillón de su ático. Ladeó la cabeza y observó, a través de la enorme ventana, que estaba amaneciendo. Se preguntó qué hacía durmiendo en el sillón y cómo había llegado hasta allí. Una serie de imágenes, un tanto confusas, se arremolinaron en su cabeza y se sumaron al martilleo interior que repiqueteaba en ella desde que había abierto los ojos. Recordaba haber estado tomando unas copas ―demasiadas, pensó mientras se dibujaba una sonrisa en su cara― con unos amigos en un bar del centro, pero después sólo conseguía que unas imágenes inconexas se mezclaran en el recuerdo. Una conversación ―sobre qué― con un joven oriental, una discusión ―por qué― con un vagabundo que dormía en un portal, un rápido trayecto en un coche ―hacia dónde― conducido con mucha prisa por un tipo con los ojos excesivamente abiertos, un antro atiborrado de humo y gente vestida de negro.
El seco ruido de unos cristales rompiéndose a su lado junto al sillón lo devolvió a la realidad de su ático, mientras un frío espantoso le recorría de arriba a abajo la columna. Vivía solo y únicamente él tenía la llave. Nadie podía estar allí sin su permiso, sin que él le hubiera dejado entrar. Se giró con un rápido movimiento, semejante a un espasmo, y su codo topó con un vaso que se desplazó unos centímetros, los suficientes como para que cayera al suelo, sin hacer el más mínimo ruido. Se quedó unos segundos inmóvil, aterrido, mirando el vaso hecho añicos sobre un líquido dorado que se desplazaba rápidamente hacia las patas de la pequeña mesa auxiliar de la que había caído. No lo podía creer. No lo quería creer. Todo tiene un orden. Primero tenía que caer el vaso y luego hacer ruido, las cosas funcionaban así, desde siempre. Le vino a la cabeza la lejana imagen de su maestro, gordo y calvo, mirándole fijamente y repitiéndole por enésima vez que el orden de los factores no altera el producto. Qué pasa ahora, pensó como si lo tuviera delante.
Para intentar quitarse el miedo de encima se repitió hasta creérselo que el alcohol tenía la culpa; seguramente había sido una pequeña alteración de sus sentidos. Tenía que serlo, no había otra opción. El timbre de la puerta sonó una vez, tímido y entrecortado; un momento después volvió a sonar, esta vez más enérgico. Se levantó del sillón un poco aturdido y, rodeando los cristales para no clavárselos en sus pies descalzos, se dirigió sigilosamente a la puerta y acercó el ojo a la mirilla. Quién podía ser. No vio a nadie en el descansillo y se sobresaltó. De repente se abrió la puerta del ascensor y apareció una chica joven, demasiado maquillada, que se aproximó poco decidida hasta la puerta. Desde el interior vio cómo la mano de la chica se acercaba vacilante hacia el pulsador del timbre y desaparecía de su campo de visión. No oyó nada. Quizás no se ha atrevido a llamar, pensó. La joven se ahuecó el pelo con ambas manos, respiró hondo, y volvió a tocar el pulsador con firmeza, aunque él, petrificado ante la puerta, no percibió ningún sonido. Había vuelto a ocurrir. La chica había pulsado el timbre segundos después de que éste hubiera sonado.
Una idea terrible le impidió abrir la puerta: los labios de esa chica moviéndose para pronunciar lo que él ya habría escuchado unos instantes antes. Pensó que quizás a su voz también le ocurría lo mismo, pero no se atrevió a decir nada. Intentar entablar una conversación con ella en esas condiciones le pareció tarea de locos y le faltó el coraje para hacerlo. Se giró en redondo y se dirigió lentamente, aturdido, hacia el centro de la pieza. Se tapó la cara con ambas manos y, con los ojos cerrados, intentó tranquilizarse un poco aunque no lo consiguió. La imagen y el sonido no coincidían, no eran simultáneos. Como en las películas piratas mal grabadas o en las conexiones vía satélite de los corresponsales, pensó mientras una mueca, mezcla de risa y horror, deformaba su rostro. Pasó las manos por sus cabellos, echándoselos hacia atrás, y al abrir los ojos, vio los cristales rotos en el suelo, con el hielo ya casi derretido. Escuchó un ruido sordo, como de pisadas que se alejaban de donde él se encontraba; el crujir de algo que caía y se astillaba; el estrépito de una cristalera que se hacía pedazos; un grito desesperado que se perdía pisos abajo. Reconoció su propia voz en ese grito y se estremeció. Miró fijamente la ventana a escasos metros, esperándole, y empezó a correr hacia ella, sin poder esquivar la mesita de madera que cayó al suelo y se destrozó silenciosamente.
El seco ruido de unos cristales rompiéndose a su lado junto al sillón lo devolvió a la realidad de su ático, mientras un frío espantoso le recorría de arriba a abajo la columna. Vivía solo y únicamente él tenía la llave. Nadie podía estar allí sin su permiso, sin que él le hubiera dejado entrar. Se giró con un rápido movimiento, semejante a un espasmo, y su codo topó con un vaso que se desplazó unos centímetros, los suficientes como para que cayera al suelo, sin hacer el más mínimo ruido. Se quedó unos segundos inmóvil, aterrido, mirando el vaso hecho añicos sobre un líquido dorado que se desplazaba rápidamente hacia las patas de la pequeña mesa auxiliar de la que había caído. No lo podía creer. No lo quería creer. Todo tiene un orden. Primero tenía que caer el vaso y luego hacer ruido, las cosas funcionaban así, desde siempre. Le vino a la cabeza la lejana imagen de su maestro, gordo y calvo, mirándole fijamente y repitiéndole por enésima vez que el orden de los factores no altera el producto. Qué pasa ahora, pensó como si lo tuviera delante.
Para intentar quitarse el miedo de encima se repitió hasta creérselo que el alcohol tenía la culpa; seguramente había sido una pequeña alteración de sus sentidos. Tenía que serlo, no había otra opción. El timbre de la puerta sonó una vez, tímido y entrecortado; un momento después volvió a sonar, esta vez más enérgico. Se levantó del sillón un poco aturdido y, rodeando los cristales para no clavárselos en sus pies descalzos, se dirigió sigilosamente a la puerta y acercó el ojo a la mirilla. Quién podía ser. No vio a nadie en el descansillo y se sobresaltó. De repente se abrió la puerta del ascensor y apareció una chica joven, demasiado maquillada, que se aproximó poco decidida hasta la puerta. Desde el interior vio cómo la mano de la chica se acercaba vacilante hacia el pulsador del timbre y desaparecía de su campo de visión. No oyó nada. Quizás no se ha atrevido a llamar, pensó. La joven se ahuecó el pelo con ambas manos, respiró hondo, y volvió a tocar el pulsador con firmeza, aunque él, petrificado ante la puerta, no percibió ningún sonido. Había vuelto a ocurrir. La chica había pulsado el timbre segundos después de que éste hubiera sonado.
Una idea terrible le impidió abrir la puerta: los labios de esa chica moviéndose para pronunciar lo que él ya habría escuchado unos instantes antes. Pensó que quizás a su voz también le ocurría lo mismo, pero no se atrevió a decir nada. Intentar entablar una conversación con ella en esas condiciones le pareció tarea de locos y le faltó el coraje para hacerlo. Se giró en redondo y se dirigió lentamente, aturdido, hacia el centro de la pieza. Se tapó la cara con ambas manos y, con los ojos cerrados, intentó tranquilizarse un poco aunque no lo consiguió. La imagen y el sonido no coincidían, no eran simultáneos. Como en las películas piratas mal grabadas o en las conexiones vía satélite de los corresponsales, pensó mientras una mueca, mezcla de risa y horror, deformaba su rostro. Pasó las manos por sus cabellos, echándoselos hacia atrás, y al abrir los ojos, vio los cristales rotos en el suelo, con el hielo ya casi derretido. Escuchó un ruido sordo, como de pisadas que se alejaban de donde él se encontraba; el crujir de algo que caía y se astillaba; el estrépito de una cristalera que se hacía pedazos; un grito desesperado que se perdía pisos abajo. Reconoció su propia voz en ese grito y se estremeció. Miró fijamente la ventana a escasos metros, esperándole, y empezó a correr hacia ella, sin poder esquivar la mesita de madera que cayó al suelo y se destrozó silenciosamente.
Tomado de Realidades Para Lelos
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