Al principio era apenas un puntito casi imperceptible en el cielo. Poco menos que un lunar entre las colosales escenas que representaban las nubes.
Quizás fue eso lo que capturó mi atención, el hecho de parecer fijo, retenido en la piel atmosférica; aunque es sólo una ilusión, en realidad crece, amenazante, se agranda como una perniciosa mancha de aceite en el tapiz casi turquesa, casi perfecto.
Es un hombre. Puedo reconocer su forma; cae con piernas y brazos abiertos, quizás para mantener la posición, como un eximio paracaidista al que su pericia le permite no perder nunca de vista el punto de aterrizaje. Por momentos, dejo de mirarlo, pues, como la dirección de su trayectoria es cenital con respecto a mí, para verlo debo mantener demasiado tiempo la cabeza inclinada hacia atrás, lo que me provoca un irritante dolor en la nuca. Aprovecho, entonces, esos instantes de descanso para reflexionar sobre la importante decisión que debo tomar al respecto, pues el hombre se dirige, en su libre caída, directamente hacia el punto exacto donde estoy parado. Parece increíble que hace sólo un rato fuese apenas un alfiler negro clavado en lo celeste. Además, al caer con las extremidades extendidas se acrecientan las posibilidades de que me golpee al llegar. He aquí mi dilema: si abandono la posición el hombre inevitablemente se estrellará contra el suelo con toda la velocidad acumulada desde su origen puntiforme; por otro lado, si en un gesto humanitario, amortiguo su caída manteniéndome en el lugar, no puedo ni siquiera imaginar, la gravedad del daño que infringirá el choque en mi cuerpo, ya sumamente dolorido.
A pesar de la innegable urgencia, antes de tomar una decisión definitiva al respecto, espero llegar a vislumbrar al menos el rostro del hombre;
quiero decir, específicamente su expresión, la cual me intriga terriblemente. A veces me parece que sus facciones son serenas, como si volara, dominando las leyes de su caída, apaciguado, como un pájaro dormido; pero me cuesta discernir sus rasgos, pues los rayos del sol punzan mis ojos, divirtiéndose con mis inútiles esfuerzos.
Ya está muy cerca, quizás unos cinco, seis metros sobre mi cabeza. Cierro los ojos para poder concentrarme y se me ocurre que en realidad es su sombra la que oblitera mi mirada. En este mismo instante comprendo que el hombre se encuentra a una distancia desde la cual podría ver claramente la expresión de su rostro; por otra parte si abro los ojos y miro, perderé un tiempo primordial, tiempo que necesito para decidir si me apartaré de la meta final del extraño clavadista, o soportaré su caída heroicamente, olvidándome de mi persona.
Metro y medio, quizás menos, me decido y por fin abro los ojos. Es un hombre normal, nada extraordinario, en cuanto a su expresión, creo que parece feliz, o al menos tranquilo, tiene los ojos cerrados, como disfrutando casi extáticamente, mientras que yo, por todo deseo, sólo anhelo fervientemente que no los abra.
1 comentario:
Decisiones que hay que tomar. Pos ponerlas demasiado es dejar librado al azar nuestro destino.
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