viernes, 23 de octubre de 2009

La confesión en tiempos de Internet – Héctor Ranea


Confieso acá, obviamente compungido, mi engaño, mi traición. He usurpado el nombre de otro en este espacio que tan generosamente me habéis brindado y los hice caer en esta trampa para satisfacer el delirio que tenía de ser escritor.
Yo sé que hice mal, que lastimé a todos ustedes hasta lo más íntimo. Los señuelos que puse, las argucias que usé, los abusos de confianza con los que me maneje este año y meses que pasamos juntos me lastiman ahora.
No sé cómo empezó todo. Supongo que me di cuenta de que los escritos de mi amigo muerto, valían algo y me decidí a probar suerte. Pero creo que no lo premedité, simplemente fue saliendo así. Primero un cuento, luego otro y así hasta que me di cuenta de que ustedes lo apreciaban sinceramente, que sus elogios no eran fingidos y yo, que siempre había fracasado en lo mío, decidí esconder mi verdadera identidad literaria y continué robándole a mi amigo sus textos. Él me los dejó en casa antes de que lo agarraran unos tipos por una cuestión de mujeres y no lo viera más. Varias carpetas, en parte ordenadas, en parte caóticas, que me tomé el trabajo de clasificar. Eso no se me podrá negar, y en ocasiones, con mi escaso talento, mejorar si fuera posible, ya que dejó mucho material inconcluso, mucho sin revisar y además, algunos textos con tantas revisiones que resultaba difícil entender cuál era la final.
Él escribía de todo, por eso ustedes conocen tantas cosas de mí, que en realidad son del muerto. Y tenía miles de escritos, incluso ensayos de arte, notas de viajes. Entonces yo, que nunca viajé, que nunca vi nada de arte en persona, aproveché las mismas para aprender cómo es estar delante de obras de arte legítimas, con su tamaño natural, cómo huele el aire en otros lugares, cosa que para mí era un misterio. Por eso ustedes tienen de mí tantos relatos, poemas, ensayos, escritos varios que me hacen parecer prolífico, cuando en realidad soy parco, inútil casi para escribir y en caso de hacerlo lo hago con lentitud, como extrudando desde dentro una materia viscosa, vieja, abominable.
Entonces, cuando llegó el momento de tratar con uno o dos de ustedes, la bola de nieve que puse en movimiento empezó a agigantarse y empezamos a intercambiar con todos, todo. Por primera vez en mi vida me sentí parte de algo hermoso y digno; era un impostor vil, un torpe imbécil que sólo quería impresionar con frases sacadas de la boca de un amigo muerto. ¿Acaso hay algo más vil, más repudiable, menos perdonable? No lo creo. No es un tema legal, porque nadie podrá probar nunca lo que hice, ya que mi amigo, que yo sepa, sólo tenía publicados unos pocos poemas de un concurso en Chubut, que siempre omití para no dar lugar a sospechas de ningún tipo.
Hasta le copié su manera de hacer los retruécanos, así podía eventualmente comunicarme por vías rápidas. De otra manera, usaba su enorme venero de frases que me venían como al dedillo, haciéndome siempre quedar como un erudito, que él lo era, o como una persona jocosa, que era su característica mejor (y por eso lo buscaban las mujeres) o por fin, lograr incluso escribir algún cuento mío, que era publicado porque ya todos habían caído en mi añagaza.
Algunas veces debí hacerme pasar por él. Alquilé una casa, una mujer, un hijo, hasta un gato (otras veces un perro) para lograr que nadie sospechase ni pudiera encontrarme en un renuncio de toda esta máquina que monté casi sin proponérmelo.
En toda esta acción fraudulenta he aprendido que mucha gente es como ustedes, sincera, buena en el mejor sentido y no acaba de creer que es víctima del timo más insolente, porque cree a pie juntilla la historia que uno teje para armar la telaraña. Así los he captado en esta fascinación de hacerme pasar por lo que no soy, pero no aguanto más esta situación.
Ayer, con la publicación de otro de los poemas de mi amigo, he decidido dar la cara y no seguir con esta operación deshonesta y presentarme tal cual soy, un solitario lobo sin talento, un ave rapaz que se aprovecha hasta de un amigo muerto, un muerto, en fin; que dice ser un escritor pero que no ha hecho otra cosa que copiar, palabra por palabra lo que le dejó su amigo.
Supongo que no podréis perdonarme porque el abuso a la inocencia y la sinceridad no pueden perdonarse, pero acá estoy, esta vez desnudo de alma, diciendo una verdad difícil de decir.
Y ahora así, adiós.

4 comentarios:

josé rasero dijo...

Yo os absuelvo, alma en pena, con tal de que siga publicando los escritos de su amigo muerto

Anónimo dijo...

Interesantísimo este Héctor Ranea,lástima que abandone.

trix dijo...

y a lo mejor todo escritor es un medium para mucha gente muerta...

Ogui dijo...

jajaja! creo que voy a seguir, pero con el pseudónimo Héctor Ranea...