jueves, 3 de septiembre de 2009

Arroz con leche - Javier Montoro



Abuela y nieta disfrutaban enormemente con este ritual. Todos los sábados, al llegar la tarde, ambas se remangaban gustosas y se lavaban las manos como buenas cocineras; se ponían sus delantales y se decían con la mirada:“manos a la obra”.
La función comenzaba con el estruendoso ruido de la tormenta que se precipitaba sobre una cacerola pequeña. La abuela, que con una mano vertía el arroz calculando a ojo las cantidades, sostenía con la otra el teléfono para cerciorarse del número de comensales que asistirían a la degustación. Mientras tanto, la niña se subía a una silla para cubrir de agua el contenido de la olla y se divertía ahogando los granos que, agonizando, teñían el agua con su bandera de almidón blanco.
Ambas se sentaban a mirar el reloj y la abuela decía:
—Hija, avísame cuando hayan pasado los tres minutos, que yo sin gafas ya no veo nada. No podemos dejarlo ni un minuto más, si no se pasará luego.
El siguiente acto encerraba algo más de misterio. El arroz enfriaba en su recipiente, y las dos maestras se compenetraban para cocer y aromatizar la leche del postre. Tras llenar la cazuela con la leche, la abuela añadía abundante azúcar, una ramita de canela y un trozo de cáscara de limón. Justo después, guiñaba un ojo a su nieta, se asomaba a la puerta de la cocina para advertir posibles visitas y, viendo que no había moros en la costa, sacaba una naranja de la despensa y añadía su cáscara a la cazuela, diciendo:
—Será nuestro secreto.
Y ambas reían ilusionadas.
Cuando todos los elementos habían infusionado debidamente, los sacaban y se deshacían de ellos para eliminar pruebas; mezclaban el arroz con la leche y esperaban pacientemente para que la cocción fuese perfecta. Finalmente, servían el arroz en sus respectivos cuencos y espolvoreaban con canela; y después, satisfechas por el trabajo, chocaban sus manos y se sentaban a charlar hasta el gran momento.
Pronto la noche llegaba, y todos los comensales rodeaban la mesa con excesivo alboroto. El tintineo de los cubiertos era crispante, el ruido de las sillas rallando el suelo, insoportable. A todo esto se sumaba la mezcla entre risa y llanto de los niños, que parecían competir por la atención de los adultos.
La comida se desarrollaba como siempre, los platos iban pasando por la mesa hasta que, en algún momento de la comida, alguien preguntaba astutamente:“¿qué hay de postre?”. Realmente, todos sabían cuál era el postre, no obstante, esperaban a que la nieta contestase emocionada:
—¡Arroz con leche! ¡Lo hemos hecho entre la abuela y yo!
Y algunos ponían cara de sorpresa.
Cuando el momento llegaba, el ritual volvía a tener sentido. Abuela y nieta paseaban garbosas por el pasillo con sus cuencos de arroz con leche, y los depositaban en las mesas, mientras había voces que ya susurraban: “¡qué buena pinta!”. Sentados ya todos en la mesa, las cucharas iban hundiéndose en el postre y eran llevadas a la boca ansiosamente. En aquel momento era preciso un absoluto silencio.
Los comentarios no tardaban en llegar. Todos alababan las gracias de aquel arroz con leche cremoso y exquisito, se deleitaban simplemente con tenerlo delante. Una de las nueras solía decir:
—No sé porqué, hago lo que me dice y nunca consigo que me salga igual. ¿Nos dirá usted algún día el secreto, abuela?
—¡Qué secreto, hombre! Sólo hay que poner cariño en las cosas que uno hace y ya está —contestaba ésta, sintiéndose protagonista.
Pero había una persona que no descansaría hasta descubrirlo. El abuelo, gran admirador del arroz con leche de sus cocineras particulares, cataba el postre detenidamente, como si de un crítico profesional se tratase e intentaba, de una forma u otra, decir ingredientes al azar (“clavo, miel, licor,…”) para descubrirlo.
—Algún día me enteraré yo de qué es lo que le ponéis para que salga tan rico —decía siempre.
Hoy es sábado, pero la casa está vacía. La niña pasea por el pasillo mirando el suelo, nada garbosa. El abuelo, en el comedor, contempla mudo una foto de la pared; parece querer escuchar lo que ésta le dice.
La niña entra en la cocina. Ya no necesita una silla para cubrir de agua el contenido de la olla, sólo ponerse de puntillas. Mira el reloj para no excederse en el tiempo y, mientras que el arroz enfría, cuece la leche junto con el azúcar, la cáscara de limón y la canela en rama. Sin misterios, añade a la cocción un trozo de cáscara de naranja. Por último, sirve en dos cuencos y espolvorea con canela.
Hoy no esperará a la noche para terminar el ritual.
Se dirige al comedor con dos cuencos y dos cucharas. Con un poco de trabajo, la niña consigue que el abuelo recupere parte de su ánimo y pruebe el postre que le ha preparado. Al hacerlo, dos lágrimas de angustia recorren su cara. La niña llora con su abuelo y en silencio comen el arroz con leche.
La foto de la abuela los mira desde la pared, sólo la foto. La nieta se acerca lentamente a su abuelo, que todavía no ha reaccionado, y le susurra al oído unas palabras. El abuelo le besa el pelo y miran la foto extasiados. La niña lo abraza diciendo:
—Será nuestro secreto.



Tomado de: http://latintaescarchada.blogspot.com/

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