Digo bien, y esto podría ser el testimonio jamás publicado de la escritora ecuestre Griselda Zymanauskas. No siempre vigilante, a veces duerme, pero esta vez el sueño fue poco o casi nada. Suele aparecer en su perspectiva algún viejo cabrón que la mira demasiado de frente y ante el cual su cabeza y su corazón se ven obligados a girar hacia el lado contrario, provocándole calambres musculares y de los otros. La leche caliente es de demorarse, y prolonga la estadía de Griselda en la mesa del bar "El Odeón" de Ramos, justo frente al puesto de diarios desde donde D'Artagnan también la mira. Y si da vuelta la cabeza se encuentra otra vez con el viejo de saquito, así que se queda como está, hasta que el viejo verde se levanta y se va. La cosa viene ansiosa. Recién sale de lo del dentista (nada grave) y entra una minita a matar o morir.
—Nada que ver —piensa Griselda.
Son las 9 de la mañana y pasa el tren. Mucha pintura. Desborda sueño y leche caliente. Mi garganta. Tengo la voz desfigurada. Y pereza y enojo, todo al mismo tiempo. Otro viejo verde. La gente es infiel, endeble y debutante. Válganle los ojos, las manos. Ella escucha. Recorta el material, filtra y acomoda. Qué gran abatimiento. Qué historia adulterada. El último testimonio escrito de la Zymanauskas en prensa. Cuántas páginas.
—Torcete —me dijo.
El vidrio es blindado. Nadie te va a oír. Tranquila. Somos de la partida, el corazón blando y las uñas cortas.
(La minita está atenta. Espera a alguien).
Al principio costaba desprenderse de esa armazón de hierros tensos. Una mezcla de espanto y tersura.
Eso fue, y no imprimió.
Mis ambiciones literarias nunca fueron más allá del insulto disfrazado. Pero Griselda, Griselda Zymanauskas. Voy a entregar su nombre y su hambre al linotipista.
(Sigue bostezando y es como si las palabras que no dice ni inscribe engordaran su nariz y nunca hubiera despedidas). La minita habla por teléfono sin sacarse los taquitos. Algo falla.
Siguiendo con mi línea de pensamiento, admito el cruce de las aguas y de las vidas y de las letras. Habrá que encender la luz. El sueño puede más. La mano se me duerme. Lector, amigo mío, nos vemos en el kiosco.
Tomado de: http://myriambelfer.blogspot.com/
Sobre la autora: Myriam Belfer
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