Todos los lunes a la hora de la siesta, se reúnen en la sede de la institución, los miembros del Club de los sufridores. Cada uno de sus integrantes se jacta de ser víctima habitual de situaciones terribles y desgraciadas, que son causa de su constante infelicidad. Ubicados en las incómodas butacas del auditorio, debaten sobre los hechos negativos sufridos por cada uno de ellos durante la semana anterior.
—Estuve internado por una afección estomacal muy grave, por culpa de la cual no podré ingerir nunca más alimentos envasados —anunció el primero.
—¡Eso no es nada! A mí me echaron del trabajo por reducción de personal. Ahora no podré pagar mis deudas y seguramente perderé gran parte de mis bienes —explicó el segundo socio.
—Lo mío es mucho peor —exclamó el tercer miembro—. Se murió mi gato siamés, perdí una fortuna en las carreras de caballos y fui atacado por el perro de mi vecino. Definitivamente, esta semana no me llevé bien con los animales.
—Nada de eso se compara con lo que me pasó a mí —advirtió el cuarto socio expositor—. Tuve que iniciar los trámites de divorcio luego de encontrar a mi esposa en la cama con un compañero de trabajo. Dos días después, unos ladrones desvalijaron mi casa y, para colmo, mi médico me dijo que estoy perdiendo la vista y quedaré irremediablemente ciego.
Los restantes asistentes a la reunión continuaron exponiendo sus miserias, orgullosos de haber vivido aquellas tragedias dignas de todo miembro de esa renombrada institución. Finalmente, llegó el turno del pobre Norberto, que esperaba con ansiedad el momento de iniciar su discurso.
—Mi semana ha sido realmente terrible —lamentó—. Inicié una relación sentimental con la mujer de mis sueños, fui contratado por una empresa multinacional para una posición gerencial con condiciones inmejorables, compré un billete de lotería y gané una fortuna, mi equipo de fútbol se consagró campeón del torneo por primera vez en su historia y, tras diez años de distanciamiento, me reencontré con mi mejor amigo de la infancia. Es espantoso confesarlo, pero esta semana no he vivido ningún acontecimiento triste que les pueda relatar.
El auditorio se cubrió de un rígido silencio y todas las miradas apuntaron al presidente de la asociación que, tras unos segundos de análisis, debió tomar la decisión que todos los allí presentes imaginaban.
—Estimado socio, usted sabe que nuestro club no admite miembros con vidas felices —dijo el veterano dirigente—. Debo pedirle que tome sus cosas y abandone nuestra honorable institución para siempre.
Apenas alcanzó la calle, el rostro de Norberto se cubrió de lágrimas. Maldijo sus recientes días de bienestar, en que aquellos logros inesperados lo habían condenado a su exclusión del grupo selecto. Por culpa de ello, estaba viviendo el día más triste de su vida y ningún sufrimiento experimentado en el pasado podía compararse con aquella sensación de infinita angustia. Sintió que, por fin, había logrado convertirse en el más afligido de los sufridores, algo que seguramente hubiera despertado la envidia de los restantes miembros del club. Entonces, sabiendo que la vida que tenía por delante sería inevitablemente mucho mejor, secó sus lágrimas con una de las mangas de su camisa y comenzó a sonreír.
—Estuve internado por una afección estomacal muy grave, por culpa de la cual no podré ingerir nunca más alimentos envasados —anunció el primero.
—¡Eso no es nada! A mí me echaron del trabajo por reducción de personal. Ahora no podré pagar mis deudas y seguramente perderé gran parte de mis bienes —explicó el segundo socio.
—Lo mío es mucho peor —exclamó el tercer miembro—. Se murió mi gato siamés, perdí una fortuna en las carreras de caballos y fui atacado por el perro de mi vecino. Definitivamente, esta semana no me llevé bien con los animales.
—Nada de eso se compara con lo que me pasó a mí —advirtió el cuarto socio expositor—. Tuve que iniciar los trámites de divorcio luego de encontrar a mi esposa en la cama con un compañero de trabajo. Dos días después, unos ladrones desvalijaron mi casa y, para colmo, mi médico me dijo que estoy perdiendo la vista y quedaré irremediablemente ciego.
Los restantes asistentes a la reunión continuaron exponiendo sus miserias, orgullosos de haber vivido aquellas tragedias dignas de todo miembro de esa renombrada institución. Finalmente, llegó el turno del pobre Norberto, que esperaba con ansiedad el momento de iniciar su discurso.
—Mi semana ha sido realmente terrible —lamentó—. Inicié una relación sentimental con la mujer de mis sueños, fui contratado por una empresa multinacional para una posición gerencial con condiciones inmejorables, compré un billete de lotería y gané una fortuna, mi equipo de fútbol se consagró campeón del torneo por primera vez en su historia y, tras diez años de distanciamiento, me reencontré con mi mejor amigo de la infancia. Es espantoso confesarlo, pero esta semana no he vivido ningún acontecimiento triste que les pueda relatar.
El auditorio se cubrió de un rígido silencio y todas las miradas apuntaron al presidente de la asociación que, tras unos segundos de análisis, debió tomar la decisión que todos los allí presentes imaginaban.
—Estimado socio, usted sabe que nuestro club no admite miembros con vidas felices —dijo el veterano dirigente—. Debo pedirle que tome sus cosas y abandone nuestra honorable institución para siempre.
Apenas alcanzó la calle, el rostro de Norberto se cubrió de lágrimas. Maldijo sus recientes días de bienestar, en que aquellos logros inesperados lo habían condenado a su exclusión del grupo selecto. Por culpa de ello, estaba viviendo el día más triste de su vida y ningún sufrimiento experimentado en el pasado podía compararse con aquella sensación de infinita angustia. Sintió que, por fin, había logrado convertirse en el más afligido de los sufridores, algo que seguramente hubiera despertado la envidia de los restantes miembros del club. Entonces, sabiendo que la vida que tenía por delante sería inevitablemente mucho mejor, secó sus lágrimas con una de las mangas de su camisa y comenzó a sonreír.
Tomado de: http://livingsintiempo.blogspot.com/
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