viernes, 28 de agosto de 2009

Ceguera - Alexandro Roque


Salió del baño con las manos por delante, desnudo. Nunca había estado en ese hotel y sintió que ver le era más necesario que nunca, él que se preciaba de tener en sueños una excelente vista. La vista es un sentido que muchos no deberían extrañar, con tanto que tocar y que oir, pero en ese instante él quiso saber qué se siente aproximarse al lecho donde yace un cuerpo que espera amoroso y apreciar sus curvas, sus colores, sus imperfecciones, hasta sus lunares. Ojos para leer ese cuerpo y esa mirada. Ella lo debió guiar con la voz para que él se dirigiera en la dirección correcta.
—Anda, Jorge, ven que te espero. Te imaginaba más viejo pero eres aún maduro, luces muy bien. Ansiaba estar contigo, y por fin aquí estamos, el uno para el otro, sin preocupaciones, sólo unidos por las palabras y la carne.
—He nombrado los sitios donde se desparrama la ternura, pero estoy solo —le dijo él al oído y dejó que la oscuridad se asentara entre las sábanas.
—Anda, Jorge Luis, recítame algo, quiero oír tus palabras inmortales —dijo ella cerrando los ojos—. Ven, amado, ahora estamos igual, tampoco veo nada y quiero que los colores se formen en nuestra mente. Te he admirado desde hace mucho y quiero llorar de emoción.
Las palabras inventan el mundo y todos inventamos el amor, que suele nacer de la vista. Todo lo que no tenemos se vuelve una tragedia para uno y un peligro para el otro. Él, que aborrece los espejos, la transformó en aleph por muchos minutos, reflejando ese encuentro en tantos otros, en aquellos que no tuvieron ni tendrán más historia que la entrega.

Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta
ni la privanza de tu cuerpo, aún misterioso y tácito de niña,
ni la sucesión de tu vida situándose en palabras o silencios
serán favor tan misterioso
como mirar tu sueño implicado
en la vigilia de mis brazos.

—Anda Jorge Luis, dime lo que sabes. Tu poesía es mi mejor estimulante, todo lo sé de memoria, hasta tus comas, tus silencios, porque has sido mío desde que abrí tus libros. —Él no podía ver nada, pero cerró los ojos y respondió concentrado al sudoroso embate.

Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño,
quieta y resplandeciente como una dicha en la selección del recuerdo,
me dejarás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes.

—¡Jorge! ¡Jorge Luis, eres el mejor poeta del mundo! —gritó ella, estremeciendo al vecindario. La dicha. Ambos se tomaron de la mano y se tendieron boca arriba, con una sonrisa que sus retinas no compartieron pero sus almas quisieron suponer.
Él se quitó la venda de los ojos y la miró complacido.
—Bien, querida. Para mañana... ¿qué escritor quieres que sea?

1 comentario:

Alma Gallego dijo...

Me parece que son demasiadas palabras y poco contenido, lo que da como resultado una narración muy aburrida.
Alma Gallego