En el diario estaban escritas palabras fatalistas. El relato del conductor del camión que atropelló a Natalia, el de un ciclista que pasaba. Faltaba el relato de la madre, de su hermano y faltarían los relatos de sus nueve hijos, para siempre. El relato de toda su vida anterior, antes de conocer al hombre, después de conocerlo, todos aquellos también faltaban. Para el público el accidente sería olvidable en pocos meses y no era necesario pagar de más a los noteros.
El conductor repetía cientos de veces que ella se tiró bajo las ruedas del acoplado. El fiscal no quiso revisar más el cadáver para no encontrar que tenía heridas anteriores. Tampoco quisieron revisar el legajo del hospital, donde decía que desde hacía diez años Natalia concurría a dos cosas: a parir y a curarse heridas provocadas con objetos contundentes en todas partes del cuerpo. Y subrayaban, en todas partes de cuerpo. Y hubieran podido descubrir que eran con diferentes instrumentos convertidos en armas los que les provocaban las heridas que nunca sanaron del todo.
No alcanzan las palabras para describir una mujer a quien una rueda de camión aplasta, lanza contra el fondo del acoplado y rebota, se estrella contra el pavimento y da tumbos asustando a las vacas con el grito y es tomada así por otra pareja de ruedas duales que la arrastra breves instantes, luego la muele y la arroja hacia un costado, convertida en un trozo de nada, toda muerta. Ahora sí, en paz, Natalia no será más golpeada después de los más brutales golpes del camión, del hombre.
Para el ciclista esas palabras están vedadas porque nadie quiere escucharlo. Ni el periodista, ni el fiscal ni el juez ni la madre de la muerta. A mí algo de eso me recuerda al toro de Picasso.
El hombre quedó libre porque nadie quiso mirar su prontuario. El legajo de Natalia, las lágrimas de la madre tampoco fueron estudiados. Los hijos, los que la conocieron y los que no la van a conocer, tendrán sólo acceso a los recuerdos si el padre se los concede.
Un grupo acompaña todos los años a la madre con algunos carteles para recordar a Natalia, pero el resto de quienes transitan la ruta mira a esa gente con un dejo de desprecio. Es la verdad.
El conductor repetía cientos de veces que ella se tiró bajo las ruedas del acoplado. El fiscal no quiso revisar más el cadáver para no encontrar que tenía heridas anteriores. Tampoco quisieron revisar el legajo del hospital, donde decía que desde hacía diez años Natalia concurría a dos cosas: a parir y a curarse heridas provocadas con objetos contundentes en todas partes del cuerpo. Y subrayaban, en todas partes de cuerpo. Y hubieran podido descubrir que eran con diferentes instrumentos convertidos en armas los que les provocaban las heridas que nunca sanaron del todo.
No alcanzan las palabras para describir una mujer a quien una rueda de camión aplasta, lanza contra el fondo del acoplado y rebota, se estrella contra el pavimento y da tumbos asustando a las vacas con el grito y es tomada así por otra pareja de ruedas duales que la arrastra breves instantes, luego la muele y la arroja hacia un costado, convertida en un trozo de nada, toda muerta. Ahora sí, en paz, Natalia no será más golpeada después de los más brutales golpes del camión, del hombre.
Para el ciclista esas palabras están vedadas porque nadie quiere escucharlo. Ni el periodista, ni el fiscal ni el juez ni la madre de la muerta. A mí algo de eso me recuerda al toro de Picasso.
El hombre quedó libre porque nadie quiso mirar su prontuario. El legajo de Natalia, las lágrimas de la madre tampoco fueron estudiados. Los hijos, los que la conocieron y los que no la van a conocer, tendrán sólo acceso a los recuerdos si el padre se los concede.
Un grupo acompaña todos los años a la madre con algunos carteles para recordar a Natalia, pero el resto de quienes transitan la ruta mira a esa gente con un dejo de desprecio. Es la verdad.
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