Mientras salía del consultorio, decidió que elegiría el lugar donde morir.
En el enésimo pueblo, después de andar millones de kilómetros, llegó hasta la plaza. Era como la de cualquier otro pueblo. Caminó hasta uno de los bancos de madera y se sentó. Recorrió con la mirada la disposición de los edificios que la rodeaban; ninguna sorpresa, ningún detalle diferente. Iglesia, Municipio, Escuela, (en algunos había una comisaría, en otros una farmacia).
Eran las dos de la tarde. “Si la muerte –pensó- pudiera ser un paisaje, sería seguramente un pueblito, visto desde la plaza, a la hora de la siesta”. Se recostó en el banco y miró el cielo; un celeste tranquilo y un sol tibio eran el techo perfecto para su ataúd. Sintió el primer espasmo y no se inmutó: sabía que ese lugar estaba bien. Recordó apenas su vida, que le pareció, a la distancia, gris y aburrida. Cerró los ojos por última vez cuando los espasmos se hicieron cada vez más sostenidos, sintiéndose valiente por empezar ese viaje hacia ningún lugar.
Cuando el pueblo despertó, la plaza estaba vacía, como expectante.
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