Un salón en penumbra. Afuera llueve. El agua resbala sobre los cristales del ventanal, como una densa cortina líquida, no permite ver el exterior. Sobre el suelo enmoquetado hay una mujer sentada sobre sus talones. Viste un camisón largo y blanco, que no logra ocultar la extrema delgadez de su cuerpo. Su melena, larga y negra, le cae sobre la cara. Oculta las manos en su regazo. Ante ella hay un televisor encendido. La pantalla muestra la imagen de esa misma habitación y la mujer ante el televisor, en el cual aparece la habitación y la mujer ante el televisor. La escena se repite hasta el infinito, aunque a ojos de un observador sólo se distingue media docena de veces antes de perderse de vista.
En la estancia reina el silencio, sólo se escucha el repicar rítmico de una gotera, que cae incesante sobre la moqueta ya empapada. La mujer, y sus dobles televisivos, se balancean adelante y atrás, al ritmo que marcan las gotas al estrellarse contra el suelo encharcado.
La lluvia no cesa, ni arrecia, se limita a deslizarse sin tregua sobre los cristales. La luz mortecina que los atraviesa, tampoco cambia. Es imposible distinguir qué hora es. Sólo la gotera y el charco creciente marcan el paso del tiempo. El resto es un círculo: La pantalla multiplica la estancia, la mujer que se balancea, la gotera incesante y el charco creciente.
El agua de la filtración ha creado un pequeño estanque, un espejo oscuro que devuelve el relejo del salón, la mujer y el televisor, apenas distorsionados por las ondas que produce la caída de las gotas.
Súbitamente la gotera se detiene. La mujer cesa su balanceo. Gira su torso. Extiende las manos. Son delgadas, esqueléticas. A través de la piel, de un tono grisáceo, se aprecian venas azuladas. Las uñas son largas y amoratadas, casi negras. Apoya las manos como garras en el suelo. Engarfia las uñas sobre la moqueta y se arrastra. Sus infinitos clones en la televisión la imitan uno tras de otro, en lenta secuencia.
Se aleja del televisor, se desliza con lentitud hacia el espejo líquido que inunda media habitación. Su avance tan lento como el del agua, como si cada uno fuese al encuentro del otro.
Al fin se tocan. La mujer se sumerge en el agua con despacio que apenas perturba su quietud, ésta la acoge en su seno sin inmutarse. Se funden. El charco parece no tener fondo. Como un abismo que se abriese hacia algún lugar remoto y desconocido.
La sala se queda vacía. El leve resplandor que emite la televisión ilumina la moqueta vacía. Trascurre un tiempo imposible de medir. La gotera se reanuda, pero las gotas ya no caen, sino que suben. Una tras otra se elevan en silencio y se introducen en la grieta del techo por donde cayeron. Con la misma lentitud con que se formó, el charco retrocede, se encoge y desaparece. La moqueta queda tan seca como al principio. La lluvia continúa en el exterior. En el interior nada se mueve. La televisión se apaga.
Un cuarto de baño con las paredes alicatadas de azulejos blancos. La luz mortecina de dos velas ilumina la estancia. La bañera está llena a rebosar. Tenues penachos de vapor indican que el agua está caliente. Una mujer joven yace sumergida hasta el cuello en su interior. Tiene la cabeza apoyada en una toalla doblada. Duerme. Su respiración es pausada, tan suave que no agita el agua.
Afuera llueve. Por el cristal translúcido de la ventana se desliza una densa cortina de agua. A intervalos precisos una gota cae del grifo, rompe el silencio y crea un pequeño círculo de ondas en la superficie del agua, luego regresa el silencio.
Las velas se consumen de forma casi imperceptible. Son lo único que indica el paso del tiempo. El agua de la bañera deja de emitir vapor, se enfría. La muchacha no parece notarlo.
Algo sombrío oscurece el agua tan despacio que parece no moverse, sin embargo, milímetro a milímetro, un bulto negro rompe la tensión superficial y emerge frente a la joven dormida. Es una cabeza, tiene el pelo largo y negro, tras ella surgen unos hombros, y una espalda huesuda y encorvada. Viste una prenda blanca. La tela mojada se transparenta, muestra piel lívida sobre huesos angulosos.
El torso de mujer emerge. El pelo largo cae empapado sobre su rostro, sin embargo, a su través se percibe la mirada vacía de unos ojos sin iris.
Con la misma lentitud con que emergió, saca del agua una mano esquelética, una garra de dedos deformes, piel gris y uñas negras. La extiende hacia el rostro de la muchacha. A través del cabello se entrevé una mueca retorcida, escalofriante, que podría confundirse con una sonrisa; pero no lo es. La garra se cierne sobre el rostro de la joven, que no parece advertir la macabra presencia, sin embargo, comienza a sumergirse como si cediese ante una presión invisible. La chica desaparece tragada por un abismo sin fondo en lugar de una simple bañera.
La mujer pálida se sumerge muy lentamente hasta desaparecer por completo.
La bañera sigue llena de agua, pero ya nadie la ocupa. El grifo ha dejado de gotear. El silencio es absoluto. La lluvia continúa en el exterior. Las velas se consumen y se apagan con un chisporroteo. Oscuridad.
Antes de que comenzasen a salir los títulos de crédito, que de todas formas me era imposible leer, apagué la televisión y arrojé el mando a distancia sobre el sofá. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Sentía un gran vacío en mi interior. Tras doce horas visionando películas de terror japonesas no había comprendido nada, ni siquiera quienes eran el niño pálido de mirada perdida, que aparece en ascensores y pasillos, y la mujer de los pelos sobre la cara, que se arrastra por el suelo. Lo único que tengo claro es que debo ser impermeable al terror japonés.
En la estancia reina el silencio, sólo se escucha el repicar rítmico de una gotera, que cae incesante sobre la moqueta ya empapada. La mujer, y sus dobles televisivos, se balancean adelante y atrás, al ritmo que marcan las gotas al estrellarse contra el suelo encharcado.
La lluvia no cesa, ni arrecia, se limita a deslizarse sin tregua sobre los cristales. La luz mortecina que los atraviesa, tampoco cambia. Es imposible distinguir qué hora es. Sólo la gotera y el charco creciente marcan el paso del tiempo. El resto es un círculo: La pantalla multiplica la estancia, la mujer que se balancea, la gotera incesante y el charco creciente.
El agua de la filtración ha creado un pequeño estanque, un espejo oscuro que devuelve el relejo del salón, la mujer y el televisor, apenas distorsionados por las ondas que produce la caída de las gotas.
Súbitamente la gotera se detiene. La mujer cesa su balanceo. Gira su torso. Extiende las manos. Son delgadas, esqueléticas. A través de la piel, de un tono grisáceo, se aprecian venas azuladas. Las uñas son largas y amoratadas, casi negras. Apoya las manos como garras en el suelo. Engarfia las uñas sobre la moqueta y se arrastra. Sus infinitos clones en la televisión la imitan uno tras de otro, en lenta secuencia.
Se aleja del televisor, se desliza con lentitud hacia el espejo líquido que inunda media habitación. Su avance tan lento como el del agua, como si cada uno fuese al encuentro del otro.
Al fin se tocan. La mujer se sumerge en el agua con despacio que apenas perturba su quietud, ésta la acoge en su seno sin inmutarse. Se funden. El charco parece no tener fondo. Como un abismo que se abriese hacia algún lugar remoto y desconocido.
La sala se queda vacía. El leve resplandor que emite la televisión ilumina la moqueta vacía. Trascurre un tiempo imposible de medir. La gotera se reanuda, pero las gotas ya no caen, sino que suben. Una tras otra se elevan en silencio y se introducen en la grieta del techo por donde cayeron. Con la misma lentitud con que se formó, el charco retrocede, se encoge y desaparece. La moqueta queda tan seca como al principio. La lluvia continúa en el exterior. En el interior nada se mueve. La televisión se apaga.
Un cuarto de baño con las paredes alicatadas de azulejos blancos. La luz mortecina de dos velas ilumina la estancia. La bañera está llena a rebosar. Tenues penachos de vapor indican que el agua está caliente. Una mujer joven yace sumergida hasta el cuello en su interior. Tiene la cabeza apoyada en una toalla doblada. Duerme. Su respiración es pausada, tan suave que no agita el agua.
Afuera llueve. Por el cristal translúcido de la ventana se desliza una densa cortina de agua. A intervalos precisos una gota cae del grifo, rompe el silencio y crea un pequeño círculo de ondas en la superficie del agua, luego regresa el silencio.
Las velas se consumen de forma casi imperceptible. Son lo único que indica el paso del tiempo. El agua de la bañera deja de emitir vapor, se enfría. La muchacha no parece notarlo.
Algo sombrío oscurece el agua tan despacio que parece no moverse, sin embargo, milímetro a milímetro, un bulto negro rompe la tensión superficial y emerge frente a la joven dormida. Es una cabeza, tiene el pelo largo y negro, tras ella surgen unos hombros, y una espalda huesuda y encorvada. Viste una prenda blanca. La tela mojada se transparenta, muestra piel lívida sobre huesos angulosos.
El torso de mujer emerge. El pelo largo cae empapado sobre su rostro, sin embargo, a su través se percibe la mirada vacía de unos ojos sin iris.
Con la misma lentitud con que emergió, saca del agua una mano esquelética, una garra de dedos deformes, piel gris y uñas negras. La extiende hacia el rostro de la muchacha. A través del cabello se entrevé una mueca retorcida, escalofriante, que podría confundirse con una sonrisa; pero no lo es. La garra se cierne sobre el rostro de la joven, que no parece advertir la macabra presencia, sin embargo, comienza a sumergirse como si cediese ante una presión invisible. La chica desaparece tragada por un abismo sin fondo en lugar de una simple bañera.
La mujer pálida se sumerge muy lentamente hasta desaparecer por completo.
La bañera sigue llena de agua, pero ya nadie la ocupa. El grifo ha dejado de gotear. El silencio es absoluto. La lluvia continúa en el exterior. Las velas se consumen y se apagan con un chisporroteo. Oscuridad.
Antes de que comenzasen a salir los títulos de crédito, que de todas formas me era imposible leer, apagué la televisión y arrojé el mando a distancia sobre el sofá. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Sentía un gran vacío en mi interior. Tras doce horas visionando películas de terror japonesas no había comprendido nada, ni siquiera quienes eran el niño pálido de mirada perdida, que aparece en ascensores y pasillos, y la mujer de los pelos sobre la cara, que se arrastra por el suelo. Lo único que tengo claro es que debo ser impermeable al terror japonés.
1 comentario:
Muy buena descripción, don Vicente, ví, mas que leí.
Con respecto a la duda ( o certeza) final, Holywood luego las copia y las hace más "occidentales", no te preocupes. Personalmente, me gustan mucho más las de terror japonesas ( o asiáticas, en realidad), pero es una cuestión de gustos, nomás.
Deles otra oportunidad y véase un par más.
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