Ella pintó un enorme girasol: un hermoso girasol muy patético, con un gran par de ojos que se clavaban en el espectador y no dejaban de mirarlo. Estaba muy orgullosa de su obra y de los resultados. La vasta y melancólica flor vislumbraba el fondo del alma de cada uno y lo decía a su creadora; gracias a esto ella llegó a conocer las entrañas de quienes, ignorantes de que eran observados, se plantaban frente a la pintura con inocencia absoluta, para ser expuestos a la mirada de aquel dúo.
Y un día sucedió que un hermoso joven enamoróse de la pintora por tan magnífica creación; ella lo supo gracias al girasol, lo miró a los ojos y vio que era cierto, por lo que su propio interior se inflamó de amor y deseo hacia ese desconocido entregado a la observación de los dos pares de ojos, los de la joven y los de la flor, arrobado de ternura y adoración.
Como acostumbraba con las almas de otros, el vegetal desgajó como una cebolla la del muchacho, ante la mirada atenta e inquisitiva de la pintora, quien la examinó como se examina un objeto que se va a comprar y de cuya virtud uno desea estar absolutamente seguro. La joven había visto tantos ánimos ennegrecidos, grises, chamuscados y mediocres, que desconfiaba casi absolutamente de todo el género humano; por tanto, a pesar de estar enamorada del efebo, no quería entregarse a él hasta estar segura de su sinceridad y candidez. Entonces el girasol, iluminado de lleno por un rayo de luz que en ese momento entraba por el ventanal de la sala de exposiciones, cometió el primer y único acto consciente e independiente de su vida de flor y de pintura —que sólo existe mientras es mirada por algún espectador y muere en el momento en que el último asistente a la exposición lo olvida—, y este acto fue malvado y cruel: el girasol mintió. Mintió a la joven acerca del corazón de su contemplador enamorado, mintió acerca de su alma, de la pureza de su espíritu y de sus intenciones, mintió porque creyó, con ese único chispazo de conciencia conferido por la energía solar, que estaba bien heredar algo a su creadora, con la que había logrado establecer un vínculo de dios-creatura, un lazo de padre-hijo, de pintor-obra; mintió porque creyó que hacía bien mintiendo y salvando así a la bella joven de un futuro terrible. Mintió e hizo creer a la pintora que el joven era inmaculado, que su corazón era cristalino, que sus intenciones eran absolutamente platónicas, elevadas y espirituales. La hizo ver, por medio de sus ojos, un alma límpida y única en el mundo, capaz de amar como nadie sobre la tierra, capaz de una entrega total y absoluta y de un amor sin precedentes; y ella, creyéndole, entregó también en ese momento, y de una sola mirada, su alma al hermoso joven idólatra, que no tenía idea de nada, aparte de que los ojos de la doncella le decían que lo amaban tanto como él, quien era capaz sólo de un amor frívolo y común, aunque fuera hermoso.
Concluido el hecho y agotada toda su energía, el girasol se marchitó en una secuencia de tres cuadros colgados más adelante y luego murió entregándose, ya seco, a los brazos de la tierra, que no tuvo más remedio que recibirlo en su seno, como a cualquier otro fruto salido de sus entrañas.
Los amorosos, que no habían parado de mirarse el uno al otro, se fueron a confesarse su devoción a algún lugar más adecuado para estos menesteres. Él le pidió a ella una cita a solas en el cuarto de un hotel, para poder pintarle la piel ardiente con saliva y semen, a lo que ella aceptó ilusionada, con la idea de servir de lienzo.
Pasó el tiempo y ambos olvidaron su cariño y se fueron llenando con reproches y observaciones que poco o nada tenían que ver con ese amor inicial.
Un día ella pensó que se había equivocado terriblemente al juzgar a aquel hermoso mancebo, quien tenía un interior igual de gris y anodino que el de los demás habitantes del mundo. Él llegó a la conclusión de que esa hermosa mujer era, en realidad, bastante ordinaria, carente de imaginación y creatividad.
A ella le entraron ganas de pintar una casa con los postigos de las ventanas hechos de plumas, para dar paso a los ángeles. A él le llegó la noticia de una hermosa chica, creadora de una melodía capaz de lograr que quien la escuchara, con el corazón puesto en la mano derecha, se elevara diez centímetros del suelo.
Ambos partieron hacia su nuevo destino y olvidaron completamente al girasol, inquisitivo y revelador: en parte por haber sido efímero y en parte por haber causado su unión pasajera.
Ilustración: Fragmento de Butantã. Héctor Ranea
Y un día sucedió que un hermoso joven enamoróse de la pintora por tan magnífica creación; ella lo supo gracias al girasol, lo miró a los ojos y vio que era cierto, por lo que su propio interior se inflamó de amor y deseo hacia ese desconocido entregado a la observación de los dos pares de ojos, los de la joven y los de la flor, arrobado de ternura y adoración.
Como acostumbraba con las almas de otros, el vegetal desgajó como una cebolla la del muchacho, ante la mirada atenta e inquisitiva de la pintora, quien la examinó como se examina un objeto que se va a comprar y de cuya virtud uno desea estar absolutamente seguro. La joven había visto tantos ánimos ennegrecidos, grises, chamuscados y mediocres, que desconfiaba casi absolutamente de todo el género humano; por tanto, a pesar de estar enamorada del efebo, no quería entregarse a él hasta estar segura de su sinceridad y candidez. Entonces el girasol, iluminado de lleno por un rayo de luz que en ese momento entraba por el ventanal de la sala de exposiciones, cometió el primer y único acto consciente e independiente de su vida de flor y de pintura —que sólo existe mientras es mirada por algún espectador y muere en el momento en que el último asistente a la exposición lo olvida—, y este acto fue malvado y cruel: el girasol mintió. Mintió a la joven acerca del corazón de su contemplador enamorado, mintió acerca de su alma, de la pureza de su espíritu y de sus intenciones, mintió porque creyó, con ese único chispazo de conciencia conferido por la energía solar, que estaba bien heredar algo a su creadora, con la que había logrado establecer un vínculo de dios-creatura, un lazo de padre-hijo, de pintor-obra; mintió porque creyó que hacía bien mintiendo y salvando así a la bella joven de un futuro terrible. Mintió e hizo creer a la pintora que el joven era inmaculado, que su corazón era cristalino, que sus intenciones eran absolutamente platónicas, elevadas y espirituales. La hizo ver, por medio de sus ojos, un alma límpida y única en el mundo, capaz de amar como nadie sobre la tierra, capaz de una entrega total y absoluta y de un amor sin precedentes; y ella, creyéndole, entregó también en ese momento, y de una sola mirada, su alma al hermoso joven idólatra, que no tenía idea de nada, aparte de que los ojos de la doncella le decían que lo amaban tanto como él, quien era capaz sólo de un amor frívolo y común, aunque fuera hermoso.
Concluido el hecho y agotada toda su energía, el girasol se marchitó en una secuencia de tres cuadros colgados más adelante y luego murió entregándose, ya seco, a los brazos de la tierra, que no tuvo más remedio que recibirlo en su seno, como a cualquier otro fruto salido de sus entrañas.
Los amorosos, que no habían parado de mirarse el uno al otro, se fueron a confesarse su devoción a algún lugar más adecuado para estos menesteres. Él le pidió a ella una cita a solas en el cuarto de un hotel, para poder pintarle la piel ardiente con saliva y semen, a lo que ella aceptó ilusionada, con la idea de servir de lienzo.
Pasó el tiempo y ambos olvidaron su cariño y se fueron llenando con reproches y observaciones que poco o nada tenían que ver con ese amor inicial.
Un día ella pensó que se había equivocado terriblemente al juzgar a aquel hermoso mancebo, quien tenía un interior igual de gris y anodino que el de los demás habitantes del mundo. Él llegó a la conclusión de que esa hermosa mujer era, en realidad, bastante ordinaria, carente de imaginación y creatividad.
A ella le entraron ganas de pintar una casa con los postigos de las ventanas hechos de plumas, para dar paso a los ángeles. A él le llegó la noticia de una hermosa chica, creadora de una melodía capaz de lograr que quien la escuchara, con el corazón puesto en la mano derecha, se elevara diez centímetros del suelo.
Ambos partieron hacia su nuevo destino y olvidaron completamente al girasol, inquisitivo y revelador: en parte por haber sido efímero y en parte por haber causado su unión pasajera.
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