viernes, 24 de abril de 2009

El olor a café - Guillermo Fernando Rossini


Se despertó y el olor a café le recordó que las mañanas, que todas las mañanas de su vida empezaban de esa manera. Confuso y somnoliento, se lavó la cara y fue hasta la cocina, a cumplir el ritual de iniciación: la taza llena, las dos rebanadas de pan, el diario doblado sobre la mesa y su mujer, ahí, mirándolo desayunar. No encontró nada de eso. Salvo la cafetera destilando el oscuro liquido con su molesto gorgoteo. Emilia no estaba y sobre la mesa no había nada, salvo el diario, que estaba abierto y desordenado. Arrastró los pies descalzos y se sirvió en una taza grande, sin azúcar. Mientras bebía sin ganas, se preguntó dónde estaría Emilia a esa hora de la mañana. Miró el reloj y reafirmó su idea de que era demasiado temprano; trató de recordar si había escuchado el teléfono o el timbre, pero no lo consiguió. Afloró, si, el recuerdo de ella diciéndole algo grave, con la cara desencajada y los ojos llorosos. ¿Habrían discutido anoche? ¿Habría soñado? Otra vez el intento de recordar, y nada. Mucho sueño; malditas pastillas. Maldito (bendito) alcohol. Preocupado, volvió a la habitación.No vio el sobre al lado del teléfono.
El calefón se apagó cuando se estaba bañando y tuvo que volver a la cocina chorreando agua para prenderlo. Sóno el teléfono; vio el sobre apoyado en el viejo aparato. Sacó el papel, apenas. La letra nerviosa de Emilia: “No me atrevo a decírtelo cara a cara, pero...” Lo guardó y lo dejó donde estaba. Emilia estaba en todo el departamento; en el color de las paredes, la decoración, los adornos, los manteles, las fotos encima del modular... En ese sobre no podía estar la ausencia, la soledad. Lo rompió y tiró los pedazos: flotaron un instante y se fueron depositando, uno a uno, en la alfombra. El aire quedó vacío. Caminó hasta el balcón y se asomó a la calle, desnudo. Siete pisos, siete segundos.En ese momento, la puerta se abre y Emilia, con la cabeza gacha, vuelve a llenar por un momento, el departamento, la vida. La mano de José aferra la baranda del balcón.
Ella lo mira y, apenas da dos pasos hacia delante, José se reclina peligrosamente sobre el vacío. Emilia se detiene en seco, pisando los restos de su propia carta, de su propia declaración de libertad, de su final de etapa. - Me moría si no tenía el café de la mañana –dice José, sin soltarse de la baranda.- ¿Te hago uno? –Con los ojos esperanzados, Emilia suelta el bolso y va para la cocina, despacio, sin dejar de mirarlo.
José sabe que algo anda mal porque no parece ser la mañana, ni hay rebanadas de pan ni Emilia es la de antes.
Pone la pava con poco agua, y empieza a batir el instantáneo. “No puede estar tan mal” –piensa. Una especie de resignación la inunda y empieza a preguntarse para qué volvió.
La taza humeante en la mano, como ariete, entra en el living. Las cortinas flamean. Allá abajo, el sonido de una sirena inunda la calle. Un intenso olor a café inunda el departamento tan pronto la taza se rompe contra la alfombra gastada y el líquido empapa los despojos de una carta de despedida.

2 comentarios:

Florieclipse dijo...

El triunfo de la cotidianeidad. Bien contado.

Anónimo dijo...

Muy bueno. Aunque yo diría que es la derrota de la cotidianeidad.