lunes, 20 de abril de 2009

¡Detenéos, sir Lancelot! - Héctor Ranea


Vitrificado en polvos de topacios opalescentes de Murano, yace el cadáver de una joven silenciosa acostada sobre una supernova de amatistas. Hay murciélagos que empalidecen de tristeza a su lado; hay también un río de hielo azul cobalto fósil. Y está, encerrado en la ampolla preciosa, el gas que ella respiró de boca de su amado Lancelot (el que estás respirando –lector– en este instante). Lancelot es un amante polivalente como el cloro y, como éste, te intoxica de un amor letal.
Te sientes –al respirar su aliento– moviéndote en atmósferas de serpientes y de colmenares sacudidos; un aire químico de fraguas nucleares y de vino ácido es el que la bella en la cápsula hubo respirado.
Lancelot acaba de matar a un cisne en el futuro y quebró las alas de la mariposa de Bradbury. En el entuerto generado nadie saldrá con vida de su escenario.
El caballero maneja bien la espada. Su espada. Pero ejecutó a la mariposa de la evolución y disparó otra con su vehemencia. El volcán que debió estallar para evaporar el tiempo fue apenas un alarido de muñeca bizarra. Todos sucumbimos como Venecia en el ahogo cuando besó a su amada y la quemó en los ácidos de su aliento a tiempo muerto.
Lenta barca la muerte subterránea, lenta muerte de hielos abominables contaminando con mareas discontinuas las costas desoladas y abriendo con el flujo solar explosiones de plasma cada día más inciertas.
Te toca, sir Lancelot, comer este vidrio de cuarzos y de azufre, a mí sólo me queda la caja de laca y de ladrillos refractarios. No te me acerques cuando bebas ni cuando como. Somos una mancha de vida en el océano de muerte que ha dejado la civilización.

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