A Salvador Elizondo, in memoriam
Con la minuciosidad y soltura de un cirujano, el grafógrafo escribe. Escribe que escribe. Que se ve escribir que escribe. Que se imagina escribiendo que se imaginaba escribir que escribía. Y yo que lo veo todo desde aquí, desde esta pantalla luminosa que me ciega, me pregunto ¿qué laberinto construye su escritura? No hay salida, parece decir entre dientes al ritmo lento y seguro de su pluma fuente. No hay salida, repite. Sí, oigo su voz nítida, traviesa. Supongo que habla consigo mismo; no puede verme, no puede saber que estoy aquí detrás, espiando sus letras, su nuca, las ideas que han traducido sus dedos. Este laberinto no tiene salida, dice, y como si leyera lo que pienso, deja la pluma y voltea. Me mira fijamente con esos ojos chiquitos que juegan a ser serios detrás de los anteojos. La imagen de mi cuerpo desnudo, abierto, aparece en los enormes y redondos cristales de sus lentes. Él percibe mi miedo y sonríe, extiende la mano: Ven, asómate, éste es un laberinto de tiempos, de instantes que se viven en distintos parpadeos del reloj. Acerco mis dedos a la pantalla como si fuera a tocar los suyos, y los toco. La palma entera. Ven, dice, no temas. Déjate conducir. Estoy aquí para tu bien y sólo se trata de un instante.
El grafógrafo me aprieta la mano, me jala, siento un tirón en todo el cuerpo.
Leo. Leo que leo. Mentalmente me veo leer que leo y también puedo verme ver que leo que leo. Me recuerdo leyendo ya y también viéndome que leía...
Tomado de http://www.monicaescuer.blogspot.com/
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