Durante su niñez Rosaura fue muy buena estudiante. Se destacaba sobre todo en ciencias naturales, pero lo que de verdad la apasionaba era el dibujo y la pintura. A los doce años ya sabía que quería estudiar Bellas Artes. Cualidades no le faltaban; mezclaba los lápices de colores como nadie en su clase lo hacía. Sin haber leído de impresionismo ni de técnica alguna, aplicaba pinceladas pequeñas matizando los paisajes solamente porque “la naturaleza así lo hace”.
No era extraño encontrar, en los márgenes de sus cuadernos, pequeños estudios sobre la posición de una cabeza pensativa, o una flor sobre un charco y el reflejo del agua. Cuanto papel o cartulina pasara por sus manos era estudiado a conciencia para determinar si servía para pintar o dibujar sobre ellos. Tanto era así que los domingos separaba las tapas de las cajas de los ravioles y del lado del revés, pintaba sobre ellas.
No era extraño encontrar, en los márgenes de sus cuadernos, pequeños estudios sobre la posición de una cabeza pensativa, o una flor sobre un charco y el reflejo del agua. Cuanto papel o cartulina pasara por sus manos era estudiado a conciencia para determinar si servía para pintar o dibujar sobre ellos. Tanto era así que los domingos separaba las tapas de las cajas de los ravioles y del lado del revés, pintaba sobre ellas.
Fue a partir de los trece que comenzó con un extraño comportamiento; en medio de un paseo o una caminata se quedaba quieta en un lugar y no se movía. Sólo sus ojos tenían vida en esos momentos, la frente levemente fruncida, la vista afinada radiografiando y absorbiendo los colores, las formas, las texturas. Disociándolas y volviéndolas a armar.
Su padre, que era ebanista, tenía el taller en su casa. Casi todos los días, Rosaura pasaba largos ratos haciendo dibujos de él, en distintas posiciones, trabajando. Otras veces no tocaba el lápiz, sólo miraba la recia gentileza con que su padre trataba las herramientas y las maderas, transformándolas. Aparecía entonces, también, su extraña mirada.
A los catorce le dio el diseño de una mesa de su invención. El plano era muy claro: La mesa era redonda y estaba hecha de dos círculos concéntricos, “casi como una escarapela” le explicó. La parte exterior era fija; la del centro giraba. “Así, cuando el puré está del otro lado, yo hago girar el centro y lo acerco a mí”.A los quince pintó cuatro murales en las paredes de su cuarto representando las estaciones del año y los ubicó con respecto a los puntos cardinales. El sur era la primavera y el norte el otoño; el oeste el verano y el este el invierno.
Cuando mostró su obra, la madre le preguntó: “¿Y cómo te das cuenta de cuál es cuál?”. Seriamente le respondió: “Si te fijás, en la playa no hay sombras; es el medio día y está desierta. Así que es el invierno. Talampaya es árido pero hay mariposas y eso sucede sólo en el verano. En Iguazú hay un lapacho florecido y eso pasa en primavera. En la Cordillera se ve nieve nada más que en la parte de arriba; es el otoño."
A los diecisiete conoció a quien iba a ser su marido. Un gordo afectuoso, trabajador como una locomotora y diez años mayor que ella. Decidieron casarse en cuanto terminó el colegio.
Rosaura no estudió nada más.
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