lunes, 23 de febrero de 2009

Vida de artista - Héctor Ranea


El pelotón de fusilamiento ayudó esa madrugada a Teméntibo Zeballos a terminar su última pintura en las paredes. Ante los carajo vociferados por el mayor que ejecutó el asesinato sumario, las balas partieron a Zeballos. Tres balas le dieron, una lo mato. Esas dejaron en el muro blanco las manchas de color. Otras tres balas golpearon el muro, descascarándolo en forma de tres manchas grises cerca de las rojas. Las otras tres no llegaron a destino. Cuatro compañeros del fusilado lo depositaron en una fosa donde irían cayendo los que fueran matados ese día. Ellos serían los siguientes, por lo que sus lágrimas lavaron levemente el barro de las manos del artista. Porque el Timéntibo Zeballos era un artista.
Las balas dejaron manchas de a tres o de a cuatro por compañero fusilado. Al terminar un día que comenzó con la muerte de Timéntibo, la pared tenía manchas de todos los colores del rojo hasta el negro. Fue el último mural de los compañeros artistas.
Las voces de los fusileros, los gritos de los comandantes de pelotón, los llantos de la gente recluida en sus casas, las ropas quitadas a los muertos, fueron su última escultura. Zeballos no estaba más que muerto en el cuerpo. La pared, esa escultura, lo propagarían como abejas propagando un campo de lavandas.
Llamado el Tibo por sus compañeros, fue todo menos lo que decía su nombre. Varias veces preso durante los regímenes que fueron suplantándose en su violencia al comando del país. Desde que tenía doce años, cuando fue apresado por concurrir a la escuela, hasta su muerte, había entrado doce veces, capturado a veces con sus armas, otras veces por delaciones de compañeros bajo tortura.
Entre la primera y la segunda entrada en la cárcel, donde Tibo aprendió a leer y escribir gracias a un gallego anarquista, usó la palabra libertad en las poesías escritas en honorable cursiva, cosas doblemente prohibidas. El arma de la libertad lo acompañó siempre. Poco después de esos primeros intentos por imponer la poesía, lo encarcelaron y ahí usó por primera vez sus manos para sentir dolor. Le aplastaban las manos con el plano de un hacha con el que a cada golpe lo amenazaban con cortárselas. Mientras gritaba pensaba en aprender a pintar con la boca. El Tibo volvió y cada vez salía con algo aprendido.
Al salir de la cárcel una vez, supo que sería la última. Entonces salió a pintar la ciudad. A las casas humildes las pintó de blanco, de amarillo, de un azul mar, de colores verdes de las hojas de remolacha. Los paredones los pintó con los dibujos de libertad por la que casi se quedó sin manos. El nuevo viejo gobierno pudo hallarlo en lo profundo de la selva. Estaba juntando fuerzas para seguir pintando la capital y materiales para hacerlo.
Estuvo siendo torturado dos días y ya en febrero lo sacaron a la plaza, donde quedaba una pared sin pintar que él y sus compañeros finalmente pintarían. Su compañera y sus hijos ya habían sido muertos con el garrote.
Su fusilamiento fue tan de madrugada que debieron iluminarse con linternas a gas. Tibo tenía un pantalón amarillo, una camisa blanca. Moreno como era, su figura aparecía fantasmal a los fusileros que estaban por asesinarlo.
A la noche los fusilados eran tantos que no cabían en la fosa cavada a la madrugada. Algunos fueron enterrados ahí, en otra fosa. Otros fueron dejados a la selva. El paso de las estaciones fue cubriéndolos hasta que al fin quedaron sepultados.
Quienes fusilaron a los artistas no vieron en su festejo los puños que sobre ellos se cernían desde la selva. 

5 comentarios:

Florieclipse dijo...

Vivo como un mural de Siqueiros. Me mataste, Ranea.

Ogui dijo...

NO! La literatura no mata! Y sí... algo de eso que te mata está...

Florieclipse dijo...

Bueno... como decimos en México: no mata, nomás ataranta.

Ogui dijo...

Como el chile habanero mezcladito con chile de árbol...

Anónimo dijo...

o com se lo dice en bolivia ahi si que lo cagaste si te quedo nada de fe