jueves, 19 de febrero de 2009

Eurídice - Chiles Samaniego


Orfeo era un tonto, dijo ella; merecía todo lo que le pasó, insistió; merecía haber sido hecho trizas por aquellas mujeres de pecho desnudo y uñas afiladas. Yo estaba parado ante ella; ella estaba sentada sobre el borde de la cama, un brazo apretado bajo los pechos; el otro doblado en ángulo agudo en el codo, la muñeca colgando floja y un cigarrillo sin encender oscilando entre dos dedos. Agitó el cabello, teñido de un rojo tan antinatural como era la moda en aquel entonces; lo agitó con descuido y miró por la ventana, como si hubiera oído algo fuera, una sirena, quizás, un accidente de autos, algo que se hacía añicos en la acera o tan sólo alguien que daba golpecitos con la uña en el frío vidrio. Pero las cortinas estaban corridas y la cara, o lo que fuere que estaba del otro lado, era invisible para nosotros, como nosotros debimos de haber sido invisibles para la cosa de afuera. Yo estaba seguro que aquello había podido oír cada palabra que ella dijo, tal como yo pude oír cada palabra que ella dijo; escuchaba con tanta atención como yo lo hacía. Él ni siquiera consideró, prosiguió ella, Orfeo nunca consideró lo que Eurídice quería; ni siquiera pensó que, quizás, ella nunca quiso que él volviera, nunca quiso que visitara el Mundo de los Muertos, nunca quiso volver a oír su voz otra vez, su voz musical o, siquiera, su voz para hablar, que era algo por completo diferente; nunca quiso oírlo tocar su lira otra vez y, por sobre todo, nunca se quiso ir. Cuando dejé el cuarto del hotel, ella no se había desplazado ni un centímetro, el cigarrillo permaneció sin prender, oscilando entre dos dedos. Ella tenía el encendedor en la otra mano, retenido debajo de la axila, pero dejó el cigarrillo sin prender. Cerré la puerta y ella continuó sentada ahí, sobre el borde de la cama, mirando por la ventana, las cortinas aún corridas, escuchando el tamborileo sobre el vidrio que yo no podía oír. Cerré la puerta; no miré hacia atrás mientras me alejaba caminando silenciosamente por el pasillo, sin hacer sonido alguno.

La seguí durante tres días después de eso, tal como la había seguido durante tres días antes de acercarme y presentarme; la seguí tal como sentí que la había seguido toda mi vida, desde el día en que nací y aún antes de eso, mucho antes de haber nacido; la seguí sin saber que la había estado siguiendo, sin que ella supiera siquiera que era seguida o quizá no, quizás ella lo sabía, después de todo, quizá supo todo el tiempo que estaba siendo seguida, que yo la estaba siguiendo, tal como sentí que debí haber sabido todo el tiempo que la estaba siguiendo, que la estaba buscando, pero no importaba, a ella no le importaba o a mí no me importaba, no lo sé. La seguí mientras iba de compras, entraba en diferentes tiendas, se probaba diferentes zapatos pero nunca compraba, nunca pagaba nada. Comía en cafeterías o, mejor dicho, tan sólo sorbía ocasionalmente una taza de café o té, una taza de algo caliente que nunca acababa; una bebida que aún estaba caliente, bien caliente, humeante, un vapor que todavía ascendía hacia el aire húmedo cuando se iba; una mancha tan roja como su cabello: la forma del labio inferior en el borde de la taza. La seguí durante tres días, pensando en lo que ella diría. La seguía y pensaba en lo que ella diría durante tres días.
 
Al final llamé al marido desde un teléfono público que estaba fuera del hotel.
 
Abandoné la ciudad no bien hice la llamada y nunca regresé. Unos días después oí a alguien decir que una mujer, el cuerpo de una mujer, había sido encontrado bajo un montón de basura en la Montaña Humeante o en un barranco en Tagaytay, tendida como ropa sucia abandonada en las ramas de un árbol o, quizá, flotando entre la mierda del río Pasig o rebotando con las olas contra el malecón de la bahía de Manila. Sea como fuere, se había encontrado el cuerpo de una mujer, el cabello desplegado desde el cuero cabelludo, desplegado con elegancia, con cuidado, como un abanico, como un ser marino que ondeaba con tristeza, meciéndose, empujado de un lado para otro por las oscuras corrientes que se mueven bajo el mar; cada mechón, cada cabello individual, teñido de un rojo antinatural.
 
Juré entonces que nunca volvería a seguir a una mujer así en todo el resto de mi vida... ¿pero qué sé yo de esas cosas?
 
Título original: Eurydice
Traducción del inglés: Daniel Yagolkowski

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