Tomar un ascensor no tiene nada de particular (normalmente). Normalmente, una toma el ascensor sin pensarlo; aprieta el botón; espera, a veces espera, espera y espera, pero finalmente las puertas se abren y el ascensor está allí. Una entra sola o con otra gente, aprieta otro botón, transcurren unos cuantos segundos, diecisiete, dieciséis, quince, primero, y ya no se está más en el piso diecisiete. Y como si hubiera una perfecta continuidad, una sale a la calle a esta garúa de abril y no piensa que aquí hay moscas y palomas, y esa humedad que se va colando entre la ropa y la piel, y mariquitas, y tantas otras cosas que no hay en el piso diecisiete.
Un viaje en ascensor no tiene nada de particular. Pasar del piso diecisiete al primero no es como, digamos, pasar de Chicago a Cusco o a San Juan. En esos casos una se resigna a esa sensación de extrañamiento. «Es otro mundo», se dice, y ya está. Y es tan fácil, porque son otros los colores del cielo y de la gente, el terreno, los acentos, los sonidos, porque a veces hasta la densidad del aire es otra, porque hay que subirse a un avión, despresurizarse, o tal vez dejarse llevar por la velocidad del tren que difumina el paisaje. Y una se dice «estoy viajando» y acepta la experiencia de ese pequeño quiebre interior. Pero una toma el ascensor todos los días como si estar a tantos metros del suelo no significara nada más que estar a tantos metros del suelo, como si no hubiera un abismo, un puente, un túnel, como si no hubiera distancia, y la continuidad entre el punto «a» y el punto «b» fuera perfecta, lisa, uniforme.
Una toma el ascensor todos los días. Pero hoy te ha dado un beso, y aprietas el botón y la puerta se abre y todavía sientes el calor de sus labios sobre tu piel y lo sigues sintiendo aunque el ascensor pase por el piso dieciséis y el quince y el primero, y sales, y la humedad y las palomas, y aunque conservas la sensación de ese mínimo contacto cálido, sabes que ahora estás en el primer piso, que no es el diecisiete, que está tan lejos, y sales al ruido de la calle, a esta mañana gris, y sabes que él ya no está, que no hay manera de volver a ese instante ante el ascensor en el mundo del piso diecisiete, porque aunque el calor de sus labios siga sobre tu piel, él ya no está, y no estará más, porque a veces un viaje en ascensor puede llevarte tan y tan lejos que no hay manera de volver.
Publicado en Comehoras, Ediciones Mesa Redonda, Lima, 2008.
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