Pertenecía a la raza de quienes veían en toda sombra los vestigios de aquella luz. Las oscuridades se anidaban entre días y noches haciéndolos uno, indivisibles. La oscura, la lenta tenuidad de lo que podía verse era solamente el nido donde ningún ave brincaba por temer la pérdida de su regreso.
Nada ante la pusilanimidad del sol había quedado siendo reflejo —siquiera mermado— de las dilataciones luminosas. Nada. Todo oscuro refrán reinaba sobre la indiferenciación postergando su clarividencia restringida. Porque si bien ya habían estado presentes entre nosotros (de manera relativa), cuando habían cedido los solares, ya no se determinaban ni delimitaban sus restricciones usurpándolo todo. Y las caricias de esos tiempos sombríos hasta estremecían los bríos de los vientos cuando daban pulsiones en las aves.
Siempre había visto palomas, y siempre volando y provocando la liberación en sus pichones. Siempre las había visto. Pero nunca desde la muerte del sol.
Viendo un ápice de refulgencia en una aureola, creía ver el cielo entero y compuesto enteramente. La veía ingrávida y solitaria. Sola, vibrante parecía desplazarse desde un rincón hacia otro sobre el pleno espectro celeste, ya violeta. La había supuesto cortejando a la Luna, aunque pronto supe que se desconocían, que ya nada formaba parte de nada en el reino de los cielos. Es que la aureola ya era anillo, aro del oscurantismo cubriéndonos, manteniéndonos ajenos de cuanto allá sucediera. Porque quizá alguna trama se estuviese desarrollando. Pero una imprescindible, necesaria para el continuo día que sucede a otro día tras la noche.
Tal vez. No sé. Tal vez se reinicie nuevamente la continuidad de los extremos tonos que siembran con fuego, con hielo. O tal vez se inicie otra temporalidad hasta ahora desconocida donde no existan tonos, sino esculturas sembrando. Y quizá estas esculturas no siembren, porque cosecharán lo ya sembrado.
Ahora lo único que puedo constatar con mi mayor lucidez son los repentinos vuelos de las palomas mensajeras. Como si ya no le prestasen atención a la desaparición del Sol, vuelan de nido en nido hasta alzarse en tropel hacia las alturas.
Forman bandadas que llevan una plegaria, el mensaje. Quizás el mío, quizás el tuyo. Vuelan como nunca lo han hecho hasta desaparecer.
Y mientras espero cualquier respuesta, sé que hasta este momento jamás he visto el regreso de ninguna, la vuelta hacia sus nidos.
Aunque advierta la respuesta en sus extinciones, como esculpiendo mediante sus travesías el tono final de tanta sombra, aún espero. Pero no el regreso del Sol; aguardo el de una paloma para verme deshecho junto a su ala desaparecida.
Sobre el autor: Federico Laurenzana
Sobre el autor: Federico Laurenzana
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