Comenzaba la noche. Por la calle desierta, una joven pareja paseaba sin rumbo definido. De pronto, comenzó a llover y ambos entraron corriendo en un caserón aparentemente abandonado.
A resguardo de la lluvia, poco tardaron en descubrir que no estaban solos...
—Disculpa, viejito. Pensamos que no vivía nadie aquí —le dijo el muchacho al habitante del caserón, un anciano de cabellos canosos que, saliendo de alguna parte se presentó ante ellos.
—Quédense sin problema, hijos —respondió el otro, educadamente—. Hagan de cuenta que la casa es suya.
Desconfiada, a la joven le extrañó el hecho de que alguien viviera en un lugar como aquel: los muebles estaban arruinados, los zócalos y junturas de las paredes estaban llenos de espesas telarañas, y por el suelo había basura y más basura. De hecho, era extraño, muy extraño...
—¿Cuánto hace que el señor vive aquí? —preguntó. Como respuesta, el simpático residente rebatió con otra pregunta.
—Depende... ¿La señorita quiere saber desde cuándo?
Igual que ella, el muchacho tampoco entendió lo que el anciano quiso decir con esas palabras.
—Desde cuando... ¿Cuánto tiempo?
A lo que el viejo respondió con la mayor naturalidad: —Ah, eso: en vida yo viví aquí… unos treinta años...
Título original: Velho morador
Traducción del portugués: GvH
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