—La Polinesia debe estar lejos —dice el marinero; estamos al garete y pienso que debe de ser cierto: si no el mar sería un páramo cubierto de aguas de juguete y aluminio. El marinero salta (azul) sobre la cubierta, y agrega—: Esto es el sol (sostiene una bola anaranjada entre las manos) y allá abajo (señala) están las ruinas de Pompeya. —Debe ser cierto, pues no veo diarios de Río de Janeiro ni de Bombay y la orilla del Riachuelo, la Vuelta de Rocha, queda lejos, no a la vuelta.
Lejos.
El otro marinero (el vigía), dueño de una memoria desconcertada y vieja, se asoma por el palo mayor de aquella nave incierta y dice:
—No hay más allá. Llegamos al horizonte; hemos andado de cabeza todo el día. —Con él razono lo cierto del argumento, pues me pesan las manzanas del desayuno en Mar del Plata.
Almorzamos un pescado seco, de argamasa, cartón y peladuras de flores de azafrán; él se lleva la cola (del pescado); yo refresco mi garganta tragándome sus ojos.
El pez zarpa zarandeándose ciego y el marinero con el sol en sus manos se convierte en una mujer naufragante. Tiene el alma de alguien que ha vivido en Bangkok, en Venecia, en las ruinas de Troya, y algún día, me digo, lograré tocarla, poseer su ombligo en mis bolsillos repletos de arena, de alquitrán, y de maíz cocido con leche. Después de eso, él nunca más será un marinero ni tendrá el sol entre sus manos; la vida se le escapará por entre los dedos como fuego de San Telmo, como arena (azul, por lo líquido del aire), y a mí me dejarán subir a los barcos suicidados, a las nubes irresueltas; al bárbaro confín del Tártaro y a la costa infinita del pensamiento.
¿Qué pienso? Que naufragar es dulce en este mar. Oigo el murmullo de relojerías girando con la Tierra, con la nave del marinero que se escapa de mi mano y grita: —¡Tierra! —y me descubre— mujer imposible— entre sus brazos, y la descubro —mujer mutante muselina— en mis manos. De nuevo el sol es una bola naranja entre sus dedos mientras vamos al garete con proa hacia ninguna parte.
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