Cuando a Ricarda le vino la luna todo el pueblo se enteró rápidamente. La noticia corrió de boca en boca y hasta los viejos movieron la cabeza para mirarse con malicia. Ricarda no salió de su casa por varios días; encerrada en un cuarto oscuro se inundó de su propia sangre y palpó el nuevo olor que surgía como una flor carnívora.
—Quédate ahí y no salgas —le ordenó su madre—; mira que si sales hasta los perros te olerán.
A oscuras, Ricarda pudo sentir que su vientre era atrapado por alacranes y que el dolor era punzante. Hacía tanto calor allí adentro y el silencio agotaba pronto. No sabía qué hacer, salvo estrujar los trapos sucios en una palangana con agua y los alacranes allá abajo mordiéndola.
La luna había llegado, redonda, rojiza, salpicando miedo, sueños malos. Ricarda esperó que los días pasaran; oyó risas afuera, eran los niños que se burlaban. Los mayores le cantaban cosas de amores funestos.
—Aquí ya no hay ninguna niña —dijo la madre susurrándole a alguien que llegó a pedir explicaciones.
—Habrá que hacer algo ahora —contestó la voz de potro en celo.
—Esperar, habrá que esperar un poco. No se apure.
Ricarda salió como un huracán hacia la puerta de calle.
—¿¡Qué pasa, mamá, qué me van a hacer!? —Los pechos erguidos rebosando el escote y el sudor que no la dejaba quieta.
La mujer la miró con dulzura, orgullosa de mostrar al visitante su única hija. Después le contestó con tranquilidad.
—Nada, mi cielo. Es sólo un asunto de calendario.
Entonces, Ricarda pensó aliviada que la luna ya no volvería más.
1 comentario:
IMPECABLE! IMPECABLE!
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