Frente a mí apareció una pulpería bastante deteriorada, que rompía la monotonía de aquel paisaje llano. Un ombú, algo distante, y dos o tres caballos amarrados a un palenque completaban el decorado. Respiré profundo y un tenue olor a bosta llegó hasta mi nariz. Todo parecía estar en orden, según lo estipulado. Armándome de coraje, entonces, avancé.
Dentro de la pulpería había mucha gente. La mayoría estaba atiborrada en torno a un moreno y a Martín Fierro, que se batían en una payada sin tregua. Sobre la barra, dos hombres, que no estaban juntos, miraban desde lejos el espectáculo. Uno de ellos, de cabeza grande, barba abundante y vestido de traje gris, era al que buscaba: José Hernández. Me acerqué hasta él.
—Disculpe si lo hice esperar demasiado —dije, después de saludarlo.
—No se haga problema, estaba entretenido —contestó, señalando con el mentón hacia los payadores.
Yo también me concentré en el gaucho y el moreno. Durante algunos segundos me dejé abrazar por los acordes de sus guitarras y el ritmo monótono de sus voces. Hernández se encargó de traerme de nuevo a la realidad.
—Así que usted lo que pretende es mostrarme su versión definitiva de mi obra —desafió, sin apartar los ojos de la guitarreada.
—Exacto —respondí, decidido a no dejarme intimidar por la figura del escritor—. Aquí y ahora.
—Debe saber que no es el primero que intenta hacer algo semejante.
—Ya sé, pero no dudo que mi versión lo sorprenderá.
Hernández sacudió la cabeza y por fin me miró. Sentí que sus ojos hurgaban bien profundo dentro de mí. Por un momento, absurdamente, pensé que podía perder el control de la situación.
—No sé por qué tanto revuelo por la segunda parte de mi poema —soltó—. Hice lo que en ese momento tenía que hacer. La tarea del escritor consiste en dar a las concepciones y los sentimientos de un pueblo las formas que carecen.
—Y usted nos dio al gaucho —concluí.
Se quedó observándome, a punto de decir algo, pero no lo hizo. En cambio, volvió a dirigir su atención hacia los payadores, que ya terminaban la contienda.
—¿Y dónde está la diferencia? Hasta aquí toda va como yo lo narré.
—Ya casi llegamos al punto de inflexión, Hernández, no se impaciente.
Ni bien hube pronunciado aquellas palabras, Martín Fierro, que terminaba de saludarse con el negro, comenzó a caminar en dirección a nosotros. A medida que se acercaba, con el ceño fruncido y la mirada torva, contemplé el rostro cada vez más sorprendido y aterrado de José Hernández.
—Pero… ¡Viene para acá! —dijo.
—Así es.
Yo me aparté unos pasos. Fierro se detuvo a medio metro del autor, su autor, y dedicó un par de segundos a examinarlo.
—¿Es él? —me preguntó, sin quitarle los ojos furiosos de encima.
—¿Qué es esto? —exclamó Hernández, a punto de echarse a correr— ¿Qué es lo que sucede?
—Es él —respondí, ignorando al escritor.
Entonces, con el mismo facón con que matara al viejo Martín Fierro y con una velocidad inaudita, desagarró de abajo a arriba el vientre de José Hernández. El cuerpo agonizante del poeta se desplomó en el suelo. Lentamente una aureola roja comenzó a circundar lo que ya era un cadáver.
Mire en rededor y la pulpería, vaciada ya de la ficción gauchesca, se encontraba desierta; sólo Martín Fierro y yo permanecíamos.
—Las cosas van tomando el lugar que merecen —expresó Martín, limpiando la cuchilla.
—No te creas, amigo —repliqué, sacando un papel y una lapicera de mi bolsillo—. Aún nos queda mucho camino por recorrer.
Y taché el primer nombre de la lista.
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