miércoles, 21 de enero de 2009

Literatura (Parte I: Cosa de gauchos) - Francisco Costantini


Atención pido al silencio
y silencio a la atención,
que voy en esta ocasión,
si me ayuda la memoria,
a mostrarles que a mi historia,
le faltaba lo mejor. 

En medio de la pampa y sobre el horizonte naranja se recortó la figura de un hombre a caballo que avanzaba hacia nosotros. El que me acompañaba permanecía sentado, la espalda apoyada contra el tronco del frondoso sauce, y sus dedos acariciando las cuerdas de una guitarra. No hacía más que escupir consejos moralistas y hacía rato que yo había dejado de prestarle atención. Cuando el jinete por fin estuvo a metros escasos comprobé, como preveía, la asombrosa similitud entre ambos gauchos. El guitarrista, sin embargo, tenía un semblante afable, a pesar del rostro curtido por la experiencia; el otro, más joven, no podía disimular la bronca contenida en sus labios apretados. 
—Bien —dijo bajándose del caballo de un salto—: aquí estoy.
Como respuesta, la guitarra cesó su canto. 
—A lo lejos ya pude reconocerte —respondió el más viejo. 
El otro frunció el ceño e hizo silencio por varios segundos, pensativo. Por fin soltó:
—Claro, alguna vez fuiste como yo. En cambio ahora… —Lo miró de arriba abajo y luego escupió sobre la tierra. 
Yo, mientras tanto, los observaba analizando la situación. Lo que más me llamaba la atención era que ninguno hablaba como creí que debería hacerlo un gaucho de fines del siglo XIX. Esto me preocupó, más que nada por la verosimilitud de la historia. Después concluí que, al fin de cuentas, este era mi cuento y estaba bien que las cosas fueran así. 
—Me parece que es hora de hacer justicia —dijo el recién llegado, mostrando un facón—, terminar de una buena vez con esta farsa y ver quién es el auténtico. Vos me humillaste, derrumbaste mi imagen: me convertiste en un blandito de mierda. 
El guitarrista no se inmutó. Percibí en la opacidad de sus ojos la aceptación de un destino inevitable.
—Vos sabés que no es mi culpa…
—¡Cerra el pico y parate! 
El joven se hallaba desencajado. El viejo no hizo caso a sus palabras y, en cambio, se limitó a decir que, de cierta manera, ambos eran hijos del mismo padre y habló algo de la unión verdadera. Entonces, el otro no aguantó más y en dos trancos estuvo al lado del que consideraba su contrincante y le hundió el filo en el pecho. El atacado apenas emitió un quejido sordo antes de morir. Yo, íntimamente, acepté la escena como un acto de justicia literaria. 
Martín Fierro se quedó bastante tiempo absorto, contemplando sus manos machadas por la sangre de quien decía ser él mismo en el futuro, pero que pensaba y sentía de manera tan diferente. Al fin  elevó sus ojos y me miró, como si recién notara mi presencia. 
—¿Qué quiso decir con eso de que no era su culpa? —me preguntó. 
Caminé unos pasos hasta él y le ofrecí un pañuelo para que se limpiara. 
—Quedate tranquilo, Martín —le dije—, ya vas a entender —Hice una pausa, buscando cambiar de tema—. Entonces, ahora que te vengaste, ¿aceptás venir conmigo?
—Por supuesto —afirmó, enérgico—. Te di mi palabra.
Yo no pude más que sonreír. 
—Perfecto —Lo tomé del hombro—. Vamos a tener mucho trabajo, vas a ver. 
Nos fuimos caminando hacia el oeste, donde el sol ya había desaparecido y las estrellas comenzaban a adornar el firmamento. A nuestras espaldas quedaba el cadáver de un impostor, alguien que nunca debería haber existido. Y decidí que este era un buen final, al menos por ahora.     

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