—¿Es la Muerte? —dijo la pequeña damita de ojos azules.
—Sí, la misma, bonita, pero ahora estoy ocupada con una crisis en Oriente. Tengo mucho, mucho, mucho trabajo.
—Siempre lo mismo. Los mayores siempre con sus asuntos y no se preocupan de los niños —refunfuñó la niña.
—Te prometo que luego te atiendo. Es que ahora... Vuestros padres me tienen siempre trabajando. No doy abasto con…
—¡Excusas!¡Siempre ponéis excusas! Que si tengo que terminar un informe, que si tengo que poner la colada, que si Mamá y Papá quieren un poco de intimidad. Y nosotros, los niños, ¿qué? La verdad es que no sé para que nos traéis al mundo. No os preocupáis de nosotros para nada.
La Muerte se quedó parada mirando a la enfadada menudencia. Recordó a su padre, siempre ocupado con epidemias, pestes negras y holocaustos. Sin tiempo para ella, ni para ver sus pequeños progresos en el noble oficio de la familia.
—Bueno —dijo la huesuda—. ¿Qué quieres?
Una sonrisa triste ilumino la tierna cara y una lágrima cayó por su mejilla.
—Tengo un abuelo. Se llama Jacinto. Es muy bueno conmigo. Siempre me hace reír. Hace un mes se cayó por la ventana sobre la verja. Desde entonces está en el hospital. Está inmóvil, no habla, no nos reconoce. Los médicos dicen algo sobre muerte cerebral. Yo no entiendo de esas cosas. Sólo sé que está sufriendo mucho. ¿Tal vez podrías…?
—... Claro, que sí, niña. Claro que sí…
2 comentarios:
Enternecedor. Un cuento maravilloso.
Muy buen trabajo, te felicito, el final me sorprendió.
Att: s.
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