Cerró la botella, miró el piano con afecto y acarició la tapa negra: al fin, después de tantos años, podría dedicarse a ensayar. Sólo le faltaba arreglar un coche. Desde niño su padre le notó la habilidad en las manos. Por eso se dedicó a la mecánica. Qué piano ni qué nada, le dijo, y le enseñó a bajar un motor. Ahora, gracias a la herencia del anciano podría tocar hasta hartarse. Y a la paciencia de Aurora, quien lo había visto beber durante veinte años. Ya no bebería. Un último trago y un último coche, le dijo a su mujer. Bebió un sorbo largo de la botella de aguardiente, la tapó y la colocó en el bolsillo del overol. Tomó la caja de herramientas, el gato, y bajó al taller. Encendió la luz y se dirigió a un costado del automóvil. Ubicó la caja de herramientas en el piso y la abrió. Tomó un sorbo más antes de colocar el gato. Dejó la botella cerca, a su lado. Necesitaba sacar la llanta y luego asomarse por debajo. El auto comenzó a elevarse. Oyó un ruido a sus espaldas e intentó volverse. Algo tronó. La llanta cayó sobre su mano derecha. Tiró la botella sin querer. Para cuando Aurora escuchó sus gritos y consiguió la ayuda de un vecino, él sólo pensaba en un trago y en cuánto podrían pagarle por el estúpido piano.
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