miércoles, 21 de enero de 2009

Controles remotos - Eduardo Abel Gimenez


Estoy aburrido frente a la tele, con el control remoto en la mano. Un presentador lee las noticias.
—El mercado de valores ha tenido un día tranquilo, en el que… —está diciendo, pero no le dejo terminar la frase. Con la rapidez que da la práctica, pulso un botón del control remoto. De inmediato, el presentador salta sobre su escritorio y se arranca la corbata—. ¡Pero esto no va a quedar así! —grita. Le crecen las cejas, se le amarillean los dientes. Bajo el saco que ya se está quitando a jirones tiene una camisa sucia de explorador.
Pulso otro botón. La decoración en tonos cálidos y apagados se disuelve en un río de llamas, o lava, algo rojo y amarillo que fluye de izquierda a derecha. Hay gritos distantes. El explorador, que ahora cuelga de una rama, hace un esfuerzo sobrehumano y salta sobre una roca. Rueda sobre sí mismo. Cae al otro lado, donde no hay llamas, y se pone en pie de inmediato.
Frente a él hay una mujer. Está atada al tronco de un árbol. Pulso un botón más, y el pecho de la mujer crece, se hace más alto, mientras la pollera se le rasga estratégicamente hasta la parte más interna y más secreta del muslo.
En este momento llega mi esposa del trabajo. El ruido de la llave en la cerradura me obliga a pulsar otro botón, de manera que el pecho de la mujer retrocede al nivel anterior y la pollera se convierte en pantalones anchos.
—No creo en ti —dice el explorador—, me estás tendiendo una trampa.
Mi esposa se acerca al sofá, nos damos un beso corto. Ella trae su propio control remoto en la mano, y mientras se sienta ya está pulsando botones. Por detrás de mis protagonistas, un joven abogado de traje negro desciende por unas escaleras de mármol y sonríe a cámara.
—Le ruego que se calme, amigo —pide al explorador, que ya está amenazándolo con un cuchillo que ha conocido sangre—. Tengo cobertura policial, así que le convendrá cambiar de actitud.
Mi hijo, que ha oído la entrada de su madre, viene corriendo por el pasillo. Él también enarbola un control remoto, y apenas saluda con dos palabras cuando pone en marcha el pulgar. Nadie es más rápido que mi hijo. La cámara se eleva, y resulta que a la distancia aparece un personaje dibujado, con los pelos largos en un extraño arabesco que le envuelve la cara, que eleva su puño derecho hacia el cielo. Grita:
—¡Invoco el poder de Krun-ka-món! —o algo así.
Todos, el explorador, el abogado y la mujer, que ya no está atada, se dan vuelta. La pantalla se pone azul. El cielo es un remolino. Hay una lluvia de rayos, y los tres personajes corren a protegerse bajo el toldo de una tienda cercana. Ahora todos están dibujados.
—¿Qué comemos? —pregunta mi mujer, mientras pulsa otro botón. El abogado saca un celular y lo abre. Los rayos siguen cayendo.
—No sé —digo, mientras muevo el pulgar sobre el teclado. Un rayo arranca el celular de las manos del abogado—. ¿Por qué me preguntás?
—Es tu turno de cocinar —dice mi mujer. El abogado, que no ha dejado de sonreír y además acaba de recuperar su composición de carne y hueso, saca un arma y apunta a la cabeza del explorador.
Mi hijo, que se cansa pronto de las cosas, tira el control remoto a un rincón del sofá y se va otra vez a su computadora, donde es dueño de todos los destinos. Los rayos se acaban de inmediato. Yo hago cálculos rápidos y me doy cuenta de que mi mujer tiene razón. También dejo el control remoto y me pongo de pie.
—Voy a ver qué hay —digo.
Mientras camino hacia la cocina, el abogado de ojos celestes y traje negro se acomoda tras un escritorio de color marfil y empieza a leer las noticias.

Tomado de http://www.magicaweb.com/weblog/index.php