lunes, 12 de enero de 2009

Cinerizoma - Arturo Villalobos


¿Cuál sala de proyección había que elegir? ¿Cuál era la precisa, aquélla que después de tantas elecciones aproximativas, por regla general erróneas, le acercaría a la sala donde se proyectaba la escena resolutiva del enigma, como un haz de luz desintegrando una sombra central en el fondo del corredor? Había dejado atrás una sala donde se proyectaban unas vacaciones a los siete años de edad. Luego otra donde daban una aventura romántica a los doce. En otra proyectaban la semana anterior a su muerte imaginada. Algunos filmes no se distinguían de tan borrosos que habían quedado. Otros lucían la nitidez gris de la vida cotidiana. En otros había colores y matices que irradiaban la luz sobrenatural de los sueños lúcidos.Los cartelones no engañaban, se proyectaba lo que anunciaban en cada sala, pero el problema continuaba siendo cómo tomar una decisión, hacia dónde dirigir la vista: ¿La boda o el divorcio? ¿El triunfo escolar o la derrota en el deporte? ¿La rutina de los días o la visita trivial a unas amistades? ¿El suicidio de un amigo o la primera aventura sexual? ¿La muerte de la madre o el extravío en el bosque?
Por más que había buscado las claves perdidas, los sucesos cruciales, los diálogos decisivos, los estropicios comparables a fichas de dominó tirando las siguientes, nada había logrado encontrar que de alguna manera no revelara su vacío final de sentido, su inconexión aparente con secuencias donde el azar dominaba o los puntos suspensivos que demandaban seguir buscando. Por ello continuaba en ese corredor con salas de proyección a cada lado, un corredor que se extendía hacia delante y hacia atrás sin final y, sin embargo, sabía que no podía ser infinito. Al menos, implicaba una esperanza. Mientras fumaba un cigarrillo, reflexionaba en cuál sala entraría. Una vez más tendría que tomar una decisión de la cual no habría necesidad de arrepentirse, pues había sospechado que todas resultaban equivocadas al fin y al cabo.
—Ya va a empezar la función —le urge su esposa.
—¿Podría describir a su mejor amigo? —pregunta el psicoanalista.
—Estamos todos aquí reunidos en esta hora de duelo para recordar… comienza su discurso el sacerdote enterrador.
Apaga su cigarrillo en la palma de la mano, porque sólo así las voces se acallarán, y penetra a la penumbra de la sala cinematográfica como si cruzara el pasillo de un desfiladero.

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