sábado, 17 de enero de 2009

Angustia - José Vicente Ortuño


Abrió lo ojos, pero no vio nada. Parpadeó. No hubo ningún cambio. Dedujo que se encontraba a oscuras. No pensó que podía haberse quedado ciego, como tampoco creyó estar sordo a pesar de que ni siquiera oía el rumor de la sangre corriendo por sus venas. Pronto se dio cuenta de que tampoco era capaz de oler, no le resultó tan extraño, porque su alergia al polen le producía ese mismo efecto. Le preocupó no poder sentir su cuerpo. Estaba seguro de que su cerebro enviaba órdenes a sus miembros y estos… ¿dónde estaban sus miembros? Comenzó a angustiarse, sin embargo, su pulso no se aceleró. ¿Por qué no podía sentir su corazón? Pensó que soñaba, porque en los sueños suceden cosas muy extrañas, aunque no duran demasiado tiempo, sino que cambian continuamente y la pesadilla empeora; o te despiertas. Aunque, si no estaba dormido, debía empezar a preocuparse.
Intentó deducir cómo había llegado a esa situación. Por suerte recordaba su nombre, se llamaba Mikel Aguirre, estudiaba Informática de Sistemas y repartía pizzas para pagarse sus vicios, porque la beca era una miseria y el dinero que le pasaba su padre apenas cubría el alquiler del piso, que compartía con otros dos compañeros. Su último recuerdo, antes de ser consciente de estar en la más completa oscuridad, era que iba a entregar una pizza hawaiana grande en un edificio llamado BMC. Recordaba haber saludado a la recepcionista, una chica de grandes tetas y labios inyectados de colágeno, y haber entrado en el ascensor. Pero ¿qué sucedió después? ¿Acaso el elevador se había averiado, estrellándose contra el fondo del foso, y él ahora yacía muerto, despachurrado, entre los restos del accidente? No, debía estar vivo, o no estaría pensando… ¿o tal vez sí?
Frunció el ceño, pero no sintió cómo lo hacía. Gritó. Ni siquiera notó la vibración de su garganta, ni el movimiento de su lengua. ¿Qué le sucedía? ¿Y por qué estaba tan tranquilo? Debería estar preocupado, ¡y vaya si lo estaba! Sin embargo, nada parecía “ponerle nervioso”. No se le agitaba la respiración, ni le latían las sienes... Inspiró con todas sus fuerzas y luego soltó el aire. Angustiado se dio cuenta de que tampoco parecía respirar. Si no respiraba estaba muerto. Si estaba muerto, ¿cómo había sucedido? Y lo más importante, ¿dónde se encontraba? Era ateo practicante y lo del “más allá” le parecían cuentos de viejas, por lo que descartó la posibilidad de estar en el limbo, el purgatorio o como demonios le llamasen. 
Quiso ser optimista y se dijo que lo más seguro era que hubiese tenido un accidente con la moto, mientras regresaba a la pizzería y tal vez estaba en un quirófano siendo intervenido a vida o muerte. ¿O quizás se hallaba en el frigorífico de una sala de autopsias? Le invadió el miedo. ¿Y si no se percataban de que estaba vivo y le practicaban la autopsia? El terror se apoderó de él, aunque sin los síntomas físicos habituales en la gente aterrorizada, lo que empeoró su miedo hasta límites insospechados.
Nada cambió durante un tiempo, que fue incapaz de medir y le pareció una eternidad. Hasta que, sin previo aviso, hubo un destello de luz, acompañado de un sonido crepitante, como el ruido blanco que hay entre dos emisoras de radio. Al mismo tiempo comenzó a sentir un cosquilleo en todo el cuerpo, como si una corriente eléctrica de baja intensidad fluyese por su interior. Se sintió aliviado. Sentir algo le pareció buena señal. La visión se le fue enfocando hasta formar una imagen coherente. El sonido se convirtió en un zumbido y luego en ruido ambiente: crujidos, susurros, pitidos, pasos…
Le tranquilizó comprobar que no se encontraba en un quirófano ni en una sala de autopsias, sino en un laboratorio electrónico, en el que evolucionaban varias personas que vestían batas blancas. 
Dos hombres se colocaron frente a él. En el bolsillo superior de la bata del más próximo Mikel vio un logotipo con las siglas: “B.M.C.” y debajo: “Banco Mundial de Cerebros”. Entonces comprendió. 
—¿Qué me han hecho? ¿Dónde está mi cuerpo? —gritó y escuchó que sus palabras eran pronunciadas por un sintetizador de voz—. ¡Pero si yo sólo vine a entregar una pizza!
Los rostros que lo contemplaban rieron y sus carcajadas resonaron como un eco electrónico en el interior de Mikel. Su miedo se convirtió terror irracional y gritó con todas sus fuerzas. Alguien le desconectó el sonido. 

7 comentarios:

Nanim Rekacz dijo...

Tenebroso...

Ogui dijo...

Muy buena la forma en que está escrito. Es un trabajo finísimo! En sí, como dice Nanim, es tenebroso... pero qué suerte que alguien nos explique de tinieblas!

Olga A. de Linares dijo...

Una de las cosas más angustiantes que haya leído en mucho tiempo...

Anónimo dijo...

Algo realmente angustioso, una
pesadilla kafkiana. Qué relato
tan bien narrado. Te atrapa
hasta su terrible desenlace.
Genial!
BB

Salemo dijo...

¿Influencia del relato? Alguien me desconectó el comentario. O yo me mande alguna macana como siempre.
Lo reitero: muy bueno don Vicente.
(tengo que poner las letritas esas, nombre de usuario y contraseña. Controlar que me digan que el comentario espera para ser aprobado. No apurarme)

Sergio Gaut vel Hartman dijo...

Este es el primero que llega. Más que influencia kafkiana parece ser la pizza en mal estado. ¿No la habrás hecho con tomates recogidos en la huerta equivocada?

Salemo dijo...

Como dije: alguna macana que me mandé.
Y no me hable de tomates, que no sé porqué pero les agarré miedo.