jueves, 18 de diciembre de 2008

Suerte adversa - Juan Torchiaro


Abu Babit El Muifad había sobrellevado una larga vida de privilegios. No hubo placer, ni goce alguno que le fueran negados aún en sus más azarosos días. Amado en la diversidad de su harem, protegido por sus esbirros y alabado por los prósperos comerciantes en armas y adormidera, supo cumplir en cada ocasión con sus viriles designios.
La suerte —Alá bendice con ella a quien lo honra— quiso que una séptima noche de Ramadán, mientras deambulaba por sus aposentos, hallase una extraña vasija, similar a las antiguas lámparas cuyo fuego debían al aceite de palma. A su mente acudieron de inmediato las historias que hablaban de indubitados acertijos. Un presentimiento esperanzado lo llevó a tomarse del ruedo de su aljuba y frotar el precioso objeto. Ningún vapor extraño brotó del pico de la lámpara, pero la fe del emir no fue defraudada: La cabeza terrible y rubicunda del genio —quién otro si no— emergió sobre el alféizar de la ventana. Una dicha indescifrable abarcó a Abu Babit El Muifad quien, entornando los párpados, se dispuso a formular su más anhelado deseo. La paciencia del genio no supo de postergaciones. Un ágil salto lo ubicó junto al emir. El alfanje, hábilmente conducido por su brazo, centelleó en el aire. El rostro complaciente de El Muifad no alcanzó a mudar en gesto de dolor. Antes, su cabeza ya estaba ensangrentando la prolijidad de las alcatifias.
Afuera el pueblo, por tanto tiempo soslayado, dispersaba a la guardia y festejaba la caída del déspota.

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