martes, 30 de diciembre de 2008

Recogimiento - Federico Laurenzana


…las partes —en vez de las estructuras—, 
sólo los únicos registros de los jugadores…
“Giros”, de F. Laurenzana

Cuando el bloque cerraba la tercera abertura de la sala, él temía perderse tras la agonía plástica. Sabía que se le estaba presentando el remoto vaticinio del silencio sin ornamentos, de las habitaciones incoloras, mudas. Pensaba que no volvería a ver a la niña de pelo cobrizo.
Maquinaba, especulaba durante el cierre de toda la metrópoli, de todo lo conquistado, del mundo. Su sien no se había calmado mientras buscaba irse, mudar de habitáculo. Hasta había llegado a elaborar, a representarse mediante su memoria, cada modificación del entorno y el tiempo acarreado. Ante cada veloz impedimento que brotaba, la desaforada voluntad por hallarla a ella se disipaba en vacíos espacios perdidos. 
Al verse encerrada había derramado la última lágrima de esperanza, y ya comenzaba a forjarse por dentro una piel invulnerable, metálica, apropiada para la extrema espera, ahí, en esa mazmorra transparente. Porque podía verse a su través.
Se veía desde un horizonte hasta el otro atravesando todas las paredes. Simulaba la inexistencia de estas, aunque ante el primer paso se palparan. Nada era reflejado. Ventanas, puertas y toda construcción de las salas eran transparentes en su plenitud. 
Era una edificación donde sólo dos personas habían sido dejadas desde muy temprana edad. El constructor, diseñador o mentor de la obra jamás había sido visto. Aunque esto no llegara a mortificarlos, después de haberse conocido y frente al enclaustramiento general se habían separado. Ahí se habían iniciado sus agonías, el principio del declive.
Ya sin salida, él podía verla dormir o llorar, caminar o detenerse para verlo. Se habían acostumbrado a sentirse mediante distancias de toda índole. 
Ya sin posibilidad de irse de la habitación treinta y seis, él había pensado que formaban parte de un gran sistema; aunque sean las únicas partículas expuestas al dolor. Había supuesto a un operario del mundo, aunque pronto olvidaba la idea por extravagante. Todas las partes en conjunto forman un todo mediante una estructura vacía, pensó. Y aceptando esta condición elevada hasta que llegase a ser un  axioma fundamental de su basamento ideológico, cedió, y ofreciendo su integridad ante la encrucijada, empezó a crecer. Porque ya dependía de un pensar propio —que se adecuaba y resucitaba lo disminuido en él— para convivir de la forma más conveniente, mediante una acepción de crecimiento poco expuesta a críticas.
En la habitación doble cero, ella era vista a través de las innúmeras paredes. Su ocre cabello dilataba las pupilas de él, como la elegante caída del largo pelo y los matices degradados sin anuncio alguno. Ella lo veía, pero quieto y sin gesticular. 
Cuando la idea de un crecimiento había desplazado su angustia, él ya ni siquiera advertía el claustro donde había quedado convicto. Un recogimiento abstracto lo embutía dentro de una sala plástica, flexible a tu pensar o al mío, para sobrevivir bajo la disposición del sistema transparente.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

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