Como otras noches, Remedios no podía dormir. Era así desde que había muerto Serafina. Su hija Serafina. Tan pequeña, tan tierna, tan... indefensa.
Miró hacia su marido. A través de la poca luz de la luna, pudo distinguir un bulto cilíndrico, enorme, del que provenían ronquidos estridentes, pero a la vez tranquilizadores.
Tratando de no hacer ruido, se vistió en la oscuridad. No quería malgastar aceite, su ama apenas le proporcionaba a su hombre un poco por semana. Debían cuidarlo ante cualquier...
¡Santa María, socórreme! Todavía sigo pensando en estas estupideces.
Afuera no había viento.
El calor pegajoso de Buenos Aires contribuía para que algunos estuviesen afuera, charlando. Remedios bajó la cabeza, haciendo como que se arreglaba la enorme hebilla de hueso, con tal de no saludar a los compañeros de finca.
Se dirigió hacia el Río de la Plata, que todavía no podía verse. Su ama le permitía salir las veces que quisiera. Le tenía una bien ganada confianza.
Justo cuando llegó a la barranca, vio a la luna llena brillar sobre el agua marrón, que esa noche parecía brea. Le hizo acordar a la piel de su hija Serafina: tan oscura, tan brillante, como la delicada seda negra con que su ama gustaba vestirse.
Una vez en el río, se arremangó la pollera y se mojó los pies. Le hubiese gustado ser niño, sacarse la ropa, y disfrutar de un buen chapuzón.
Se quedó allí, parada en la arena, en medio de las aguas que subían, pensando en Serafina, en su hija.
De pronto murió la luna en el cielo y el río se tragó su reflejo. La noche se volvió oscuridad. La cara de Serafina tomó forma bajo la superficie. Se reía. Remedios también rió, extendió los brazos, fue hacia ella, lloró.
No pudo hacer pie, y no sabía nadar. Poco le importó. Su Serafina seguía allí, casi, casi, al alcance de la mano.
Sintió los primeros síntomas de ahogo. Trató de respirar, pero sólo el agua llenó sus pulmones.
Antes de perder la conciencia le tiró un beso a su hija.
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