—Oye, Hombre —dijo la Mujer—. La Serpiente me acaba de confesar que conoce el Hechizo secreto que transforma en un dios a quienes lo pronuncien. Y está dispuesta a revelárnoslo por un precio razonable.
—Eso es un disparate —contestó prudentemente el Hombre—. Si es cierto que la Serpiente posee tal Secreto, ¿por qué no lo usa ella misma para transformarse en un dios?
—No se me había ocurrido —dijo la Mujer—. Pero la idea de que tú y yo podamos llegar a ser como los dioses me resulta irresistible.
—A mí también —admitió el Hombre—. Sin embargo, la Serpiente nunca me ha simpatizado. Para ser francos, ni siquiera confío en ella. Pero de todos modos, veamos, ¿cuál es el precio que pide a cambio de ese Hechizo?
—Una insignificancia: tan sólo desea conversar cinco minutos a solas conmigo, en el jardín de su casa.
—La Serpiente es demasiado estúpida o demasiado astuta —dedujo el Hombre. Pero luego de meditar en el asunto durante cierto tiempo, decidió: —Está bien, mujer, dile que aceptaremos su oferta. Quiero saber de qué se trata todo esto.
La Mujer sonrió, y corrió al encuentro de la Serpiente.
Al cabo de dos horas regresó junto al Hombre, anunciado que el Secreto le ha había sido efectivamente revelado.
—Me alegro mucho, Mujer —dijo el Hombre, satisfecho. Pronunciaremos ahora mismo el Hechizo, y nos transformaremos en dioses. Pero dime, sólo por curiosidad, ¿qué han hecho tú y la Serpiente, a solas durante tanto tiempo?
—Nada —contestó la Mujer—; sólo me convidó con unas deliciosas manzanas que crecían en su Huerto.
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