viernes, 19 de diciembre de 2008

La presa inteligente – Ricardo Giorno y Sue Giacomán


Su poca visión en la penumbra imposibilitó que Urla detectara la trampa. De pronto el suelo se elevó hasta aprisionarlo. Los sonidos de la selva explotaron en sus oídos.
Sujetó la red con las manos y, tras medir el material, lo mordió y estiró, esperando aflojarlo un poco. 
Dejó de lado sus intentos por escapar, aguzó los oídos y el olfato. El temor fluía como una barrera, impidiéndole percibir algo más allá de los árboles cercanos.
Hasta que, sutil, el aroma le llegó: ellos venían por la comida.
Volvió con avidez a los intentos por soltarse. Tuvo suerte. Uno de los nudos estaba desgastado y tras los jaloneos comenzaba a aflojarse. Se concentró en él, mientras escudriñaba la noche. 
Finalmente el nudo se cortó y la red se deshizo, dejándolo caer. Se golpeó cadera y hombros.
La noche seguía siendo un obstáculo terrible. En comparación, sus cazadores podían ver en la oscuridad, aunque la luz del día los cegaba. Pero ahora eso tenía poca importancia.
Encontró un charco de fango y sin pensarlo dos veces se sumergió en él. El lodo, frío y apestoso, escondería su propio aroma. Pero esto lo retrasaría.
Esperó atento, media cabeza afuera del barro. De pronto escuchó a sus enemigos, invisibles, a no ser por sus ojos rojos y enormes que brillaban en la noche. Recordó que de día lucían la piel como carbonizada, gruesa y agrietada. Su pueblo los llamaba ravenos, que en el idioma antiguo, padre de todos los demás, significaba “depredadores”.
Los enemigos intercambiaron algunas frases que para Urla fueron indescifrables, y se dispersaron. Se maldijo por no haber aprendido raveno en su juventud.
Esperó un poco más. El olor nauseabundo del lodo se tornaba insoportable. Apenas pudo evitar volcar el estómago ahí mismo.
Una caricia le recorrió la entrepierna. Trató de mantener la calma. Algún animal salvaje habitante del fango, pensó. Luego vio burbujas de aire. Tal vez las había provocado al entrar. Entonces observó con terror cómo se elevaba un objeto pálido, muy notorio contra la negrura del lodo y la noche. La cosa tomó forma, se dibujó el contorno, y empezó a parecerse más a lo que en verdad era: un cráneo. Un cráneo de algún desdichado hermano.
Urla sofocó un grito de espanto, mientras miraba emerger huesos a su alrededor. Se había sumergido en una fosa, en un basurero; en el pozo donde los ravenos arrojaban las sobras de la comida.
Nadó, pataleó desesperado sin importarle nada; sólo quería salir de aquel horrible sitio. En su cabeza persistía la visión del cráneo que le recordaba su posible destino. 
El escándalo alertó a sus enemigos. En dos segundos un par de ojos rojos le cerraron el camino, y él aún no era capaz de dejar el fango atrás. 
Los ravenos eran más fuertes; uno sería un rival imposible, así que tres… sin embargo, Urla no era del tipo de los que se dejaba vencer, aún con la batalla perdida.
Sacó el cuchillo y los amenazó, dando dos pasos atrás. Su pierna lastimada le punzó, pero él transformó ese dolor en un gruñido amenazante. Aceptaba su suerte, sí; moriría, sí; pero se aseguraría de que su carne estuviera tan llena de nervios que los ravenos enfermarían por varios días tras comerla.
De pronto, tras él, percibió un aliento a muerte, a podredumbre.
—No —susurró. Luego agregó con fuerza— ¡No! ¡No será tan fácil!
Sintió que era golpeado en los tobillos, y se cayó. No vio venir la cola del raveno y eso fue su perdición. Las fauces se le hundieron en el cuello. Al mismo tiempo vio a los otros arremeter contra él.
Su propia sangre caliente le mojó el pecho, le inundó la garganta y, tras un leve forcejeo, rindió su carne al martirio de ser devorado en vida.

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