La enfermera Martha caminaba con delicado zigzag por el pasillo del geriátrico. Había bebido por demás de la petaca. Que bella era. Bella era la petaca, alpaca y oro. La señorita Martha no era bella. Era cuadrada y blanca cómo una heladera Siemens con rodete.
Ingresó a la habitación número 8 y entregó la pastilla roja al flaco viejo lunático, para que duerma en paz, y en paz duerman sus vecinos. El señor loco, Carlos Paz, miró a la enfermera como siempre: cómo si la estuviera lamiendo. Ella se acomodó el uniforme blanco, incómoda. Sin dirigirle la palabra le dio un comprimido, un vaso de agua y se marchó.
En la habitación número 9 estaba el señor Nicolás Klaus. Ese sí que era un viejo simpático.
—Buenas noches, señor Klaus. Tome su pastilla para el corazón.
—Gracia, Martha; usted está mas sonriente que de costumbre.
—Sí, señor Klaus, es Nochebuena ¿sabe?
–Claro, por supuesto. ¿Ya pidió su regalo? —El señor Klaus sonrió tras la espesa barba blanca.
— Tengo todo lo que quiero, señor Klaus. Buenas noches.
—Adiós Martha.
La enfermera se marcho a la sala de guardia para continuar con su bella petaca, papas fritas y televisión, y se durmió sentada frente al aparato sin saber que el reparto de medicamentos había sido erróneo.
El lunático señor Carlos Paz comenzó a sudar y a hablar con sus amigos de siempre, ¿ven?, esos, ¿no los ven?
El señor Klaus se vistió con un extraño pijama rojo y cuando se estaba colocando las medias de lana, con dificultad, por su gran panza, se desplomó dormido en el lecho, con medio cuerpo fuera, haciendo un ruido considerable.
El señor lunático escuchó algo. Se levantó y golpeó la puerta de Klaus; era loco, pero educado. Como no respondían entró a la habitación número 9. Vio a su vecino tirado, roncando desaforadamente. Se sentó en la cama junto a sus amigos invisibles para observar las bellas botas rojas y el deslumbrante sombrero que yacían junto a Klaus.
De repente escuchó crinch crinch crinch; los sonidos llegaban desde la ventana. El señor Carlos Paz se acercó y vio varios ojos redondos brillantes que lo observaban tras el vidrio. Las habitaciones del geriátrico estaban en el tercer piso. El señor Carlos Paz no reparó en ese detalle, abrió la ventana y un hocico húmedo le tocó la nariz. Miró un poco mas alto y varios cuernos le cubrieron la constelación dónde vivía una tía suya que se comunicaba enviándole hojas secas escritas en arameo, que caían en su habitación número 8 a partir de mayo.
Eran renos, seguro, y giraban el cuello en una sola dirección, cómo diciendo: hacia allá vamos, vamos, vamos. Uno estiró sus pezuñas amenazando con urgencia y otro reno miró el reloj de pared pestañeando fuerte: 11:49.
—Bueno, vamos —dijo el señor Carlos Paz y se sentó en el trineo, que le quedaba grande, así que invitó a un par de sus amigos invisibles. Se fueron hacia la Navidad.
A la mañana siguiente, cuando la señora Martha se despertó, pateó algo blando al estirar los pies: era el señor Carlos Paz, que estaba durmiendo en el suelo. Junto a él había un paquete de regalo que decía “Martha”. Lo abrió: eran un babydoll rojo de seda, unas bragas negras de encaje con medias y portaligas al tono.
En el televisor, los del noticiero comentaron que habían recibido regalos de Navidad increíblemente hermosos y sus sonrisas parecían sinceras.
La señorita Martha cerró con llave la sala de guardia, se probó su regalo de Navidad y suavemente despertó al señor Carlos Paz.
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