Pasé diecisiete años de mi vida dedicado a la fantástica tarea de buscar el final del arco iris, un trébol de cinco hojas, el esqueleto completo de una sirena, el Gato Triste y Azul, un cuento malo de Ambrose Bierce… siempre tras la pista de lo imposible. No diré que fuera una completa pérdida de tiempo. Las pocas veces en que creía estar a punto de lograr el objetivo eran para mí momentos de extático placer que recargaban mis energías. No me importaba que, en el último momento, la pista fuera falsa y las esperanzas se vieran destruidas. Gastar cantidades vergonzosas de dinero tampoco me amedrentaba. Hasta que cierta vez, durante mi descanso de los miércoles (mal día para rastrear quimeras, aunque soy incapaz de explicar por qué) conocí a Amalia. Me interesé por su compañía en cuanto comprobé asombrado que conocía los nombres completos de las tres espadas secretas de Arturo Pendragón. Fue un flechazo instantáneo. Además, su nombre era espectacularmente bonito: Amalia, el paraíso de los amantes.
Comencé a descuidar mis búsquedas para estar más tiempo con ella. Hablábamos de lo divino y lo humano, de obras herméticas perdidas. Nos comprometimos a visitar juntos, algún día, el horrible museo siberiano del doctor Vassili Gornenko, dentro del cual la vida de los osados visitantes da un giro completo de trescientos sesenta grados. Durante una de nuestras noches de insomne compartir de vivencias, me di cuenta de que estaba utilizando demasiado la palabra completo, o completa. Hecho que, me temo, reproduzco en este escrito con desparpajo. Aquella leve señal me hizo sentir de pronto que algo iba mal. Cuando Amalia se ausentó un instante para ir al aseo, registré minuciosamente el salón con la mirada. Cuál no sería mi sorpresa al entrever dos pares de zapatillas que sobresalían bajo las cortinas adornadas con motivos de flores de lis amarillas. Proferí un grito de pánico natural (resulta que siento pánico ante la combinación de zapatillas y flores de lis) y, al verse descubiertas, mis dos cuñadas salieron de su escondite. Yo, que no las había visto en años, me alarmé ante lo inverosímil de su presencia allí. Con lágrimas en los ojos me contaron cómo habían partido en mi busca tras mucho debatir entre ellas y llegar a la conclusión de que mis exageradamente amplias lecturas de libros esotéricos y mistéricos me habían nublado el juicio. Intentaba yo razonar con ellas cuando, no mi juicio, sino mi cabeza, comenzó a nublarse y asistí impotente a mi desmayo sobre la polvorienta alfombra de piel de toro normando, que era una de las más preciadas posesiones de mi reciente novia.
Cuando desperté, completamente paralizado de cintura para abajo, Amalia confesó haber puesto láudano en mi té verde. La perdono; ella no podía saber —ni sus compinches, mis cuñadas, a quienes siempre oculté mi debilidad— que soy tremendamente alérgico al láudano y que acababan de causar una tragedia. Ahora dedico mis días, sentado en esta silla de mimbre, a registrar las muestras gratuitas de champú, buscando una perla negra en su interior; o los botes de café expresso, esperando encontrar algún huevo del mítico gusano Kobayashi, que anida en los cafetales. Las cajas de cereales, los sobres de sopas instantáneas… no he renunciado por completo a encontrar alguna de las cosas maravillosas que, sin duda, existen en éste, mí, ahora, reducido mundo.
Publicado en Sinergia 13: http://www.nuevasinergia.com.ar/
http://www.nuevasinergia.com.ar/numero_13/index.htm
No hay comentarios.:
Publicar un comentario