martes, 23 de diciembre de 2008

De cacería por el Molugné - Ricardo Giorno


Mientras Inngriz se acicalaba el plumón del pecho, los sirvientes le pasaron aceite por las pequeñas plumas de los brazos y la columna. La piel grumosa restante, carente de plumas, fue espolvoreada con arcilla tamizada. La cresta de queratina se la pintaron de azul.
El espejo de cobre bruñido le devolvió la imagen de un joven orso en la cúspide de su poderío físico. 
Sin embargo, pensó, me parece que falta algo.
—Verjatija —llamó al sirviente más cercano. Esos, para él, despreciables habitantes del desierto—, ¿cómo me veo? 
—¡Excelente, mi cálido! —respondió el sirviente, sin dejar traslucir si el insulto de ser llamado verjatija lo hubiera ofendido—. Aunque quizá le vendrían bien coderas y hombreras rematadas con dientes de sigre.
Inngriz, indispuesto desde la laguna de crianza contra los de sangre fría, recapacitó sobre la sugerencia. Reconoció que quizá por esta vez, sólo por esta vez, la verjatija tuviese razón.
Dejó que lo vistieran, y volvió a mirarse en el espejo. 
Estoy listo para la cacería, se dijo.

Inngriz permanecía quieto, escondido detrás de una piedra que se conservaba en equilibrio sobre la ladera de uno de los pequeños cerros del Molugné. Más allá, cerca, sobre el camino, la pareja de sigres oteaba el horizonte y emitía el llamado a sus crías. La hembra cada tanto husmeaba la herida profunda sobre el costado del macho. Mientras, este reunía los cadáveres con el pico.
Algo salió mal, demasiado mal.
La partida de caza, con que su medio hermano lo había querido homenajear, resultó un fracaso: sin aviso, los sigres cargaron sobre el flanco izquierdo y no dieron tiempo a nada.
¡A nada!
Algunos de los animales pudieron huir echando por tierra a sus jinetes. Sin embargo, para protegerlo, su medio hermano y la escolta le hicieron frente a las bestias.
Inngriz los vio morir a todos. 
Como su medio hermano había sido el anfitrión, a Inngriz le había tocado huir. Pero no pudo ir muy lejos, a pie.
Se resignó, sabiendo que tendría que presenciar el festín. Aunque sabía que su futuro era oscuro, aún si pudiese escapar. Sin su medio hermano de aliado, otros machos jóvenes ahora tratarían de quitarle sus dominios. Pero no era tiempo para pensar en el fututo. No en ese momento en que podía servir de alimento al depredador máximo. Acarició su cresta con suavidad tratando de tranquilizarse.
No debo moverme.
Se pegó aún más a la roca. Se acercaba la noche y la temperatura ambiente bajaría abruptamente. 
Entonces mi sangre caliente me delatará.
Cerró los ojos, deseando ser alguno de sus inmundos lacayos, esos haraganes, esos come verduras, esos hipócritas de sangre fría: ellos sí pasarían desapercibidos. Con las “verjatijas”, la visión del calor de los sigres no tendría efecto.
Si pudiera ascender la ladera sin que lo descubriesen, estaría a salvo. Del otro lado, la pendiente del Molugné era más pronunciada y terminaba en un acantilado bajo, en cuyo fondo corría el río Molu. 
Y los sigres odian el agua.
Inngriz escucho a lo lejos la respuesta al llamado de la pareja de depredadores: las crías venían en camino. Se decidió. Las crías eran tan peligrosas como los mayores, y no se quedarían quietas, husmearían por todos lados
Abandonó el resguardo de la roca y reptó hacia la cima. Cada tanto ladeaba la cabeza, controlando la huída.
A poco trecho de la salvación escuchó ese chillido tan odiado. Dio media vuelta: la hembra lo había descubierto y lo señalaba al macho.
La cacería no se hizo esperar. Ya no había razones para esconderse. Corrió a los saltos, desesperado.
Llegó arriba sintiendo el retumbar de los pasos de la bestia. Acometió la bajada con el ímpetu que da la esperanza de salvación. Sin embargo, contra lo que había calculado, la hembra no se detuvo e intentó cazarlo ladera abajo. 
La sigresa estaba más cerca, aunque se tomaba su tiempo para no desbarrancarse.
Inngriz corrió en zig-zag, tropezando mientras se lastimaba con las rocas filosas. Podía ver la cornisa y, más abajo, el Molu. Nunca había intentado un salto así. 
No hay alternativa.
Se tiró sin pisar la cornisa, rozando el filo del acantilado. Buscó caer de pie, esperando que el río fuese lo suficientemente profundo para salvarlo de las rocas del fondo. Pero había habido pocas lluvias esta temporada, y el río estaba demasiado bajo.
Escuchó el chillido de decepción de la sigresa justo antes de estrellarse contra una saliente rocosa.

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