Ayer te vi en mi propia casa, Liliana. Calentita, mezclando aliento con esa bestia peluda.
—Sos un chabón aburrido —me habías dicho—. Y la rutina me mata. —Después me echaste de casa—. ¡Cobarde¡ ¡Plomo sin huevos! —agregaste antes de cerrarme la puerta.
Y yo ahí afuera, aterido en la vereda, te observé a través de la ventana del living. Y mordí la bronca, carajo: me cambiaste por ese que sólo sabe mover el culo cuando vos tenés ganas, Liliana.
Hoy digo basta.
Al fondo del jardín se levanta el cuartito de herramientas. Yo sé dónde está la escopeta del abuelo.
Ahora vas a ver si soy o no soy cobarde. Te vas a arrepentir. Te vas a sentir culpable por el resto de tu la vida
Ya está; un cartucho, ¿Para qué más?
¿Me tiembla el dedo? Sí, pero no de cobardía, si no de deseo. Deseo verte la cara cuando la sangre comience a fluir, Liliana.
Entro a mí casa y el pelotudo no hace más que mover el culo. ¡Justo delante de mí!
Comenzás a gritarme, pero yo sólo escucho tus palabras anteriores, cuando me echaste: “aburrido”, “cobarde”, “rutina”.
Decidido, aprieto el gatillo. Y miro tu cara, tu boca. Mi deleite de tus ojos que se abren como nunca.
Te maté al perro, boluda. Ahora la única que va a mover el culo sos vos.
Pss, ¿cobarde, yo? No me hagas reír.
Me arrellano en el sillón, justo encima de la sangre. Apoyo la escopeta contra el respaldo. Te sonrío.
—Liliana, traeme un café doble. Afuera hace frío.
Vos por fin cerrás los ojos. Te pasás el dorso de la mano por ellos, y te vas para la cocina.
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