Tal vez fueran demasiadas horas manejando, pero no tenía opción. Lo que me perseguía estaba ahí detrás, muy cerca. Las ráfagas de agua se agitaban sobre la ruta y una cortina espesa reflejaba la luz de los faros, impidiéndome ver mucho más allá. Sólo distinguía la costa a un costado y los relámpagos iluminando de vez en cuando el mar agitado. El coche marchaba a la mayor velocidad que permitían esas condiciones adversas; aunque tal vez superando el límite aconsejable.
Aquello, fuera lo que fuese, me acechaba en la húmeda oscuridad. Lo peor era que mi mente estaba tratando de juntar los deshilachados recuerdos de las horas previas a mi huida. Vagamente, recordaba una fiesta muy concurrida. Excesos de toda naturaleza. Alguien que me convidaba unas pitadas en una extraña mezcla de pipa, hornillo y objeto artesanal. Luego vacío. Algunas imágenes sueltas como destellos en la oscuridad. Más vacío. La extraña sensación de que algo había salido mal. Muy mal.
Los recuerdos se aceleran y vuelven a espaciarse. Se fragmentan y desaparecen. Como decía un gran escritor ciego: “La memoria elige lo que quiere olvidar”.
Ahora, recordaba, estaba sobre el automóvil tratando de darle marcha. Pero aparte tenía que luchar con el vértigo. Las ganas incontenibles de vomitar. Un mareo que me impedía moverme con libertad. En el instante siguiente estaba arrojando mis viseras por la ventanilla sin ningún tipo de alivio posterior.
Al fin, la ruta que se mueve ante mis ojos, sinuosa en todas las direcciones posibles. Hacia la izquierda o la derecha. Pero también hacia arriba y abajo.
Acelero, ¡acelero! Más, ¡más! ¡Tengo que huir! ¿De qué estoy huyendo? ¿Hacía dónde? ¿Por qué estoy escapando? Recordé otra frase suelta, esta vez del viejo Groucho Marx: “Viajé todo el día y no llegué a ningún sitio”.
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiadas cosas que hacer. Debo concentrarme, pensar en la carretera, no estrellarme. Por lo demás, ya veremos.
Un trueno me ensordece mientras mi mente divaga nuevamente hacía el pasado. En esa misma ruta, un glorioso amanecer. El aire fresco de la mañana y un sol remolón sobre el horizonte. Mi tío y mi padre que me llevan de cacería, la primera de mi vida; voy armado con una escopeta de aire comprimido. La escarcha cruje bajo nuestras botas, los perros labradores saltan ansiosos. El sol, por fin, imponente sobre el horizonte, cegándome por completo.
Dos luces se precipitan desde la abismal oscuridad.
—¿Que hace este tipo?
Veo las dos líneas amarillas que delimitan los carriles de la ruta a mi derecha. ¡Soy yo el que cambió de mano! Un rápido volantazo y casi entro en trompo. Por muy poco no piso la embarrada banquina. El cielo se ilumina como si fuera la aurora boreal y otro estruendo me sacude dentro del coche.
Sigo huyendo. Paso los cambios como un autómata. En el horizonte, borroso, sobre la costa dónde comienzan los acantilados veo las luces de los edificios que se adentran en la lejanía.
Acelero aún más hacía mi destino improbable. Me traga la tormenta y la noche. Sólo una certeza entre la incertidumbre.
Jamás podré desandar el camino de regreso. Jamás lograría encontrarme.
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