
Mahomed tenía dinero, mucho dinero, tanto tanto dinero que casi no sabía qué hacer con él. Su fortuna consistía en pozos; pozos colmados de un producto que empezaba a escasear en la Tierra de mediados del siglo XXI: petróleo.
Lógicamente, Mahomed no era inmune a la única calamidad que ataca por igual a ricos y pobres: la muerte. Y aunque tenía apenas cincuenta años, decidió tomar cartas en el asunto.
Primero se preocupó. Pero como la preocupación no proporciona soluciones efectivas, empezó a pensar. Y pensó y pensó y pensó.
Por fin, un día de luna nueva —la luna nueva proyectaba una sombra densa y pegajosa contra las torres del palacio de diamantes de Mahomed— creyó haber dado en el clavo.
Convocó a todos los sabios del mundo (y cuando digo todos, digo todos los científicos y los filósofos y los técnicos y los charlatanes, que hasta los charlatanes pueden ser sabios cuando se trata de vencer la próxima muerte de un hombre rico) y les entregó primas generosas y los contrató pagándoles sueldos escalofriantes y les prometió premios superlativos si encontraban una solución al problema que lo angustiaba.
Los científicos empezaron a investigar en cuantas ramas del saber es posible investigar; los caminos de la Ciencia son tan inescrutables como los de Dios (y tal vez hasta sean los mismos).
Pasaron muchos años. Muchos. Tantos que cuando los sabios pidieron una entrevista con Mahomed muchos de ellos no eran los mismos y Mahomed tenía ochenta y cinco años; estaba a punto de perder las esperanzas de lograr su objetivo.
Y por una de esas extrañas casualidades que sólo pueden aparecer en relatos como este, dos grupos de científicos se presentaron juntos ante Mahomed, a quién a la sazón ya no le importaban el palacio de diamantes, la luna, la vida ni las barbas del Profeta.
—Señor —dijo el representante de los médicos y los biólogos y los químicos y los teólogos—: estamos en condiciones de proporcionarle un suero que garantiza su inmortalidad y la de todos los seres humanos que lo reciban. —El portavoz de los científicos exhibió una sonrisa espléndida.
—¡Maravilloso! —dijo Mahomed—. ¡Rápido, rápido, aplíquenmelo, no pierdan el tiempo! Y después úsenlo ustedes y regálenselo a todos los hombres y mujeres del mundo. —La felicidad de Mahomed era tan intensa que no pensó en las graves consecuencias que podría acarrear al mundo el manejo desprolijo de un tema tan delicado. Por eso mismo no advirtió la mirada contrita de los físicos y tampoco notó que la luna llena parecía desproporcionadamente grande y verde.
—Señor —dijo finalmente uno de los físicos—, nosotros también llegamos a una conclusión importante.
—Nunca entendí para qué podría servir la investigación física a propósito de la inmortalidad —dijo Mahomed—. Pero en fin, ya que llevan tanto tiempo tratando de desentrañar los secretos del universo, adelante, ¿qué descubrieron?
El portavoz de los físicos se mojó los labios con la lengua, se rascó la nariz, la barbilla y el cuello. Después se acomodó el nudo de la corbata (curioso adminículo que había vuelto a usarse) y se secó la transpiración de la frente y la nuca.
—¡Hable, hombre!—insistió Mahomed—. ¿Qué puede ser más importante que el maravilloso medicamento que voy a recibir, un suero que me garantiza... cuánto me garantiza?
—Mil años, señor —dijo el portavoz de los médicos, biólogos, químicos y teólogos—. Tal vez dos mil o diez mil. —Estaba tratando de no reír a carcajadas.
—¿Se da cuenta? —Mahomed puso los brazos en jarras y miró al físico en son de desafío—. ¿Tiene que hacer alguna objeción?
—Justamente, señor. Hemos descubierto que al universo sólo le quedan unas horas de vida...
1 comentario:
Muy bueno. Me encantan los cuentos en los que se dibuja una sonrisa en tu cara en la frase final.
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