Para Y.
Al Candil le hubiera perdonado cualquier cosa, menos eso. Hubiera matado por él, hubiera muerto por él, pero uno no puede perdonar lo imperdonable. Eso jamás.
Nos conocimos en una cantina. Él se entendió con Clarita, que en paz descanse, y yo, con Carmela, la hermana, así que los cuatro nos fuimos juntos esa noche. Primero pasamos por Garibaldi, donde estuvimos cantando corridos durante un rato, con distintos mariachis, y luego nos fuimos a un hotel. No encontramos dos habitaciones libres, de modo que los cuatro nos quedamos en la misma. Fue entonces cuando el Candil y yo supimos que seríamos buenos amigos. En ese momento no supimos por qué, pero todo salió como si lo tuviéramos planeado. Nos entendimos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida.
A partir de entonces no hubo un solo día en el que no nos viéramos. Desde agarrar chambitas juntos hasta emborracharnos. Desde ver el box hasta caminar a Chalma. Desde ir a misa con su familia o con la mía hasta compartir viejas. Nunca tuvimos un desacuerdo, nunca nos faltamos al respeto, nunca nos tuvimos envidia ni nos ofendimos. Un domingo comíamos en su casa con toda su familia, y el otro, en la mía. Lo suyo era mío y lo mío era suyo. Mi jefa decía que éramos almas gemelas, porque parecía como si todo lo viéramos con los mismos ojos o lo pensáramos con la misma cabeza: si jugábamos futbol, si nos agarrábamos a golpes con alguna banda, si salíamos con chavas, si nos tocaba lavar los platos. Ni una fricción, ni un pleito, ni un malentendido, ni mucho menos una traición... hasta aquel día.
Habíamos estado tomando en casa de Rubén y a eso de las tres de la mañana decidimos caminar hasta mi casa, que estaba un poco más cerca que la suya. Cuando llegamos, preparamos un café y nos sentamos en la cocina a platicar. Estábamos ya un poco crudos y medio dormidos. Recuerdo que su voz como que se patinaba.
—Max —me dijo—, tengo que confesarte algo que tal vez hará que termine nuestra amistad.
Yo me reí. Después de unas copas, el Candil se ponía profundo.
—¿Tanto así? —le pregunté bromeando.
Tardó un rato en volver a hablar.
—Max... a mí no sólo me gustan las mujeres —logró confesar, sin despegar la mirada del piso.
Tragué saliva. Durante unos minutos sólo se escuchó el canto de un grillo a lo lejos. Luego, el Candil se levantó y con un “mejor me voy” que apenas se escuchó, desapareció por el patio. Esa fue la única vez que tuvimos miedo de mirarnos a los ojos.
No pude dormir. Cientos de voces distintas me retumbaban en la cabeza. Cuando mi hermana me llamó para desayunar, no quise levantarme; tenía el estómago y el pecho revueltos. Decidí ir a buscarlo. Su mamá me dijo que no había llegado; ella creía que estaba conmigo. Le dije que no se preocupara y corrí a casa de Rubén. La puerta estaba abierta. Llegué hasta la recámara, entré y sentí que el corazón se me detenía.
Lo había visto con docenas de mujeres: feas, guapas, flacas, gordas, jóvenes, viejas, putas, no putas... pero con otro hombre... ¿por qué con otro?, ¿por qué, si yo hubiera dado mi vida por él?
—¡Eres mío! —grité fuera de mí, mientras lo sacaba de la cama y lo sacudía con fuerza.
Sólo yo sabía del accidente. Sólo yo sabía de la fragilidad de sus costillas del lado izquierdo. Bastó con lanzarlo sobre la cómoda... Ay, Candil..., ¿por qué con otro?
1 comentario:
La Garibaldi es un lugar donde puede suceder casi todo. Hermosa historia de amor.
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