Akiba era uno de tantos judíos prisioneros en Treblinka. Antes, en la época en que podía considerarse a sí mismo como un ser humano, había sido un gran ajedrecista que vivía en Varsovia y participaba en torneos, pero en Treblinka el ajedrez era un recuerdo banal, una confusa mancha de figuras locas que danzaban entre las sombras y el hambre. ¿Cómo conservar la cordura?, se decía Akiba diariamente. Piensa como ajedrecista, se respondía; elabora una estrategia, planifica, permanece atento al posible golpe táctico.
Para llevar a la práctica esa idea, aunque sin esperanzas de ganar la partida, Akiba empezó a construir un juego de ajedrez; no me pregunten cómo lo hizo o si tal cosa es posible. Todo es posible cuando uno está en un campo. ¿Treblinka es posible? Si Treblinka existió, todo es posible.
Para construir su juego de ajedrez, Akiba utilizó cuanto elemento poseyera cualidades adhesivas y fuera capaz de aglutinarse: barro, moco, saliva, excrementos. Formaba una pasta y la modelaba. Nacieron reyes y damas, alfiles y torres, caballos y peones. Y mientras construía su juego, Akiba adelgazaba, se reducía, menguaba, amenazando convertirse, él mismo, en una pieza más de su bizarro juego de ajedrez. Tanto que cuando terminó su tarea era tan pequeño como un peón y gracias a eso tuvo suerte de que no lo descubrieran. Cuando Pavel Matuzenko, el kapo de la barraca, encontró el juego en la inmunda bolsa que Akiba había usado para esconderlo, estaba completo.
Matuzenko se apropió del juego con la intención de usarlo en su favor, de obtener alguna ventaja, y se lo entregó a Kurt Franz, el comandante del campo. Franz, que no sabía jugar al ajedrez, lo envió a Reinhard Heydrich, que sí sabía, y este, frunciendo la nariz, colocó las figuras en una caja de ébano, decorada con una corona de marfil. El plan que se había formado en su mente de improviso le pareció brillante, un plan ganador: enviarle la caja a Sonja Graf, la mejor ajedrecista de Alemania, a quién siempre había admirado en secreto. Pero Sonja era judía, una cerda judía que había quedado fuera de su alcance. Como el Sturmbannführer era un hombre extremadamente inteligente, capaz de urdir estructuradas estrategias para obtener resultados a largo plazo, y sabía que Sonja se acababa de radicar en los Estados Unidos, tras una breve temporada en Argentina, hacia allí envió la caja de ébano y marfil conteniendo una burla cruel, la clase de burla que un hombre con corazón de hierro podía permitirse y disfrutar por anticipado el momento en que Sonja tuviera en sus manos una masa pegajosa y maloliente.
Sonja también era astuta e inteligente, por lo que sospechó desde un primer momento que esa caja contenía algo más que un juego de ajedrez. En tiempos de guerra, el viaje había sido indirecto y complicado y sólo un propósito siniestro podía animar a Heydrich a la hora de hacerle aquel regalo. Pero la mente ajedrecista suele girar sobre sí misma. ¿Y si no es sí y sí es no? ¿Por qué no pensar que la mentira envuelve una verdad que envuelve una mentira que envuelve una verdad esencial, invisible y fatal?
Sonja abrió la caja con infinito cuidado, como si se tratara de una auténtica caja de sorpresas. No tenía miedo: el Sturmbannführer, que era un patán, estaba tratando de mostrarse refinado y sobrio. Abrió la caja y vio el juego de ajedrez de Akiba. Olió las piezas y leyó el mensaje oculto en ese revoltijo de figuras negras y apenas menos negras que habían mantenido su forma milagrosamente. Tomó su tablero, lo abrió y dispuso las piezas. Tardó cinco segundos en descubrir a Akiba, acurrucado en el rincón más alejado de la caja.
—Sé quien eres —dijo Sonja.
—Faltará un peón negro —dijo Akiba. Era la primera vez que hablaba en mucho tiempo—. El juego está incompleto.
—No importa —dijo Sonja sacando un peón negro de madera del bolsillo—. Este servirá. Ahora juguemos nuestra partida.
2 comentarios:
Muy bueno, me gustó muchísimo...
Excelente! Genial...
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