Eso de la predestinación no va contigo, no señor. Sabes que naciste por mera casualidad, porque alguien dio en el blanco equivocado un día de acción de gracias que prefieres olvidar. Hoy muerdes el polvo de tu propio genoma. Pensar te resulta un fastidio. Desearías ser no deliberante, interdicto quizá, o un activista de la nada en medio del desierto de este siglo oyendo el megáfono del sinsentido, gritando a las cuatro paredes de tu alma que Dios es la parodia central del aturdimiento humano.
Ríes, sólo para no perder la costumbre del buen humor. Tienes los dientes gastados de sujetar las penas que cogiste en el camino y el cerebro mojado con el producto de tu transpiración síquica. Pudiste haber nacido en otro mundo, en Siberia por ejemplo, para congelar tu alma del espanto y caminar sin rumbo por parajes solitarios, o en la India quizá pletórico de hambre, pregonando el sermón del desierto e inventando oraciones para la incredulidad. En último caso pudiste ser soldado en Irak para olfatear la pollera fétida de la muerte y luego escapar despavorido escupiendo adrenalina por las calles. Pero nada, eres sólo el doctor de corazones en la radio más variopinta del dial. El flaco pelirrojo de voz indefinida, a punto de colapsar con el hipo que le viene cuando quiere llorar con las historias relatadas por sus fieles auditores. Y no se trata de empatía en términos estrictos: es la vida que grita encapsulada en cada célula, la ligereza de ser, de dejarte hacer cada día sin poder reconvertirte, la historia reciclada de amor y desamor, la noche encuadrada por tu propia ventana, la luna que te observa espectro vacilante, payaso fatal, mujer que te abandonó en tierra de nadie para que olieras su ausencia por los siglos de los siglos, ¡Oh Getsemaní..., si al menos tuvieras fe!
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