Querés saber cuánto falta para llegar. Lo preguntás una y otra vez, impaciente. Cuánto cuánto cuánto. Tu insistencia te convierte en un nene de esos insoportables que no paran de agobiar. Pero ya no sos un nene. Y cuando lo fuiste molestabas poco. Pero ya no lo sos. Hace mucho que dejaste de serlo. Cuánto cuánto. Pensás —para entretenerte— que no te disgustaría regresar a los siete años. O a los nueve. A esas edades volver siempre significaba volver a casa. Recordás que para esa época la maestra de cuarto te encontró una hoja con dibujitos pornográficos. Eran garabatos absurdos que habías hecho junto a un tal Míguez, en algún momento en que la maestra se descuidó. Qué será de la vida de Míguez, te preguntás para entretenerte mientras el micro avanza con esfuerzo por una ruta desolada. El paisaje no es atractivo sino más bien reiterativo: no hay nada que puedas mirar: sólo campo y pasto y alguna vaca perdida que de lejos parece muerta. La maestra te prometió mostrarles los dibujitos a tus padres en una próxima y breve citación. Al calor de esa cimitarra en vilo, aquella buena maestra alemana con edad de jubilarse, te tuvo todo el año asustado. Míguez se reía: era medio gordito y de piel aceitunada y sus muecas lo perjudicaban bastante. Cuánto falta para llegar. Estás cansado y el viaje te parece infinito y los asientos del micro son asientos para morir. Volvés a preguntarle a tu acompañante cuánto falta para llegar, porque tu acompañante hizo este viaje mil veces y podría responderte sin siquiera mirar por la ventanilla ni consultar el reloj. Pero tu acompañante vuelve a cerrar los ojos y en posición de sueño te dice que intentes dormir, que todavía queda mucho, y que seguramente cuando eras chico volverías loca a tu madre repitiéndole mil veces cuánto falta para llegar a casa.
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