Iba hacia el radiólogo para hacerme un examen. Un extraño escozor me había atrapado la entrepierna y el médico quería descartar el tumor antes de arriesgar un diagnóstico. Cuando crucé la plaza un chingolo voló hacia mí pero luego se desvió, como sorprendido. Había una señora joven con su hijita en coche. La nena me observó cuando caminaba y sólo dejó de hacerlo cuando pasé cerca de ella. Un nene en la hamaca me señaló, desde lejos. Finalmente, gritando “¡Arriba, Satán!” otro, un poco mayor, se tiró desde lo alto del tobogán para no mirarme.
Me parecía que todos los personajes de ese pasaje por la plaza me querían decir algo en un idioma que entendía sólo en parte. En verdad, me desconcertó el pájaro, pero el resto de los elementos podrían ser mi imaginación, jugándome una mala pasada frente a la situación que tenía que resolver.
Tenía mucho miedo. Las palabras del médico habían sido cautas pero ligeramente optimistas, lo que no hacía más que atormentarme para peor. Pero el miedo, después del sexo, es la fuerza más terrible de la naturaleza y me obligaba a ir y sacarme la bendita ecografía entre las piernas.
Dejé la plaza con un sentimiento ambiguo.
A medida que me acercaba a la clínica me temblaban las piernas. La gente, evidentemente, veía mi pequeño descontrol. Saber eso no me ayudaba, al contrario, sólo aumentaba mi embarazo. Toda mi capacidad intelectual, sin embargo, se centraba en el lugar afectado por ese infame escozor.
Al entregarle la orden del médico a la asistente del inspector, temí que fuera a decir lo que no quería escuchar. Por la forma en que me miró y fue a ver a su jefe me recordó al chingolo, entre asustada y compungida.
Ya frente al doctor (me hicieron pasar a pesar de las protestas de algunos pacientes que me señalaban como el niño del tobogán) éste me dice, con toda tranquilidad, ante mi pregunta angustiada:
—Despreocúpese. Usted no tiene nada en su cuerpo. —Ante mi mirada inquieta, como preguntándole de dónde sacaba eso si apenas me había mirado sin usar sus Rayos X, agrega—: Usted está confundido. Sus síntomas son cuestiones relacionadas con sus redes neuronales, no debería venir a mí. Tal vez otro tipo de inspección sería necesario, pero yo, en su lugar, no me preocuparía. —Ante mi incredulidad, siguió, en voz casi cómplice—:
Usted no tiene entrepierna, como que es un robot. Y al médico bromista que lo mandó acá, ya lo estamos reprogramando.
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