—¿Matafuegos? —dijo Marcelo con ironía.
—Tal vez podamos vaciarlos y llenarlos de aire limpio —respondió Gustavo.
—¿Y cómo carajo vas a llenarlos? ¿Cuántos vamos a necesitar para todos nosotros? —Marcelo se puso de pie y se alejó del grupo.
Ya no soportaba más el encierro. Estaba cansado de contener a los demás y soportar sus estúpidas ideas para volver al exterior. ¡Matafuegos!
A ocho meses del gran colapso, el tercer subsuelo del Wallmart ya no le parecía el Jardín del Edén, sino una incómoda cárcel. Afuera la ciudad estaba devastada, con edificios derrumbados que creaban cercos infranqueables. Todos creían en la posibilidad de que en el interior del país el paisaje fuera distinto al de la Capital, negra, hundida y podrida. Cuando Marcelo subió al supermercado soportó sólo unos minutos antes de descomponerse por el aire enrarecido de la ciudad.
Todavía no aceptaba lo que sus sentidos habían visto, oído, olido. La tierra se había partido en mil pedazos, escupiendo lava por las grietas, el mar había tendido sus garras a zonas imposibles y el cielo, plomizo, lloraba un agua sucia y ácida.
La discusión grupal, desde hacía un mes, era cómo escapar de este lugar y alcanzar las verdes llanuras que imaginaban más allá del kilómetro doscientos. No sabía por qué habían acordado esa distancia, pero a todos les sonaba lógica.
Se alejó del grupo y comenzó a subir la escalera hacia el primer subsuelo, pensar en soledad le era más sencillo.
El primer problema era el aire. En el Wallmart no había máscaras antigás. Se devanaba los sesos pensando cómo construir una casera, pero nada se le ocurría.
El alimento y la bebida no serían problema. En el supermercado había bastantes provisiones, el tema sería cuáles y cuántas cargar.
Lo primordial era salir del pozo venenoso en que se había convertido la Capital, donde el smog, la lluvia ponzoñosa y los gases de los incendios, sobre todo los de las estaciones de servicio, se conjugaban para formar un manto asesino.
Sabía que en el fondo de su mente tenía la respuesta, debía sacarla. Subió al hall del supermercado y caminó entre los escombros de las góndolas. Algo para el olor se repetía, debía encontrar algo para el olor. Y como una pequeña burbuja que sube desde el fondo del mar, el recuerdo llegó a su mente. Recordaba a su madre poniéndole vinagre a todo lo que quería desinfectar o desodorizar. Como ya no podía respirar y se sentía mareado, volvió a bajar. Por la tarde subió nuevamente y juntó todo lo que necesitaba.
Cortó una botella plástica y rellenó la base con algodón embebido en vinagre. Luego la ató a modo de máscara y salió a la superficie. Al principio la mezcla de olores era intolerable, pero al acostumbrarse pudo caminar por más de media hora.
Cuando bajó para contarles a sus compañeros lo que había logrado, muchos lloraron de emoción.
El éxodo estaba por comenzar.
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