Se castigaba con severidad a todo aquél que escribiera una mala historia. Andy Watson supo de este ajusticiamiento: luego de publicar su primer novela, misma que era aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos.
Los revisteros de moda reseñaron el hecho, dijeron que Watson sería siempre —de permitírsele seguir escribiendo— un pésimo escritor, y se olvidaron de su nombre.
Empero, Andy Watson aprendió a escribir con los pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue implacable: le cortaron las piernas.
Watson ya no publicaría más obras, en cambio gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo. Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas —según el más reciente decreto—, le arrancaron la lengua.
Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena historia: la de la azarosa vida de Andy Watson.
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