lunes, 15 de septiembre de 2008

Ray siente la cabeza llena - Eduardo Abel Gimenez


Ray siente la cabeza llena. De pie junto a la puerta de servicio, embutido en el traje negro, con la mano en la pistola y la pistola apenas oculta bajo el saco, los lentes oscuros para disimular la mirada de reojo, el labio superior apenas torcido hacia arriba, Ray se da cuenta de que tiene el cerebro colmado. Ha visto demasiado, ha oído demasiado, los recuerdos verdaderos y los recuerdos falsos han ido llenando cada rincón de memoria hasta no dejar más sitio. En los últimos días Ray ha experimentado la pérdida de algún momento de su vida, especialmente de la infancia, pero ahora viene algo peor, algo enorme, definitivo, un colapso.
Ray piensa si debería sacar el celular del bolsillo, marcar unos números y despedirse de alguien, pero desiste. No vale la pena. Y tal vez ni siquiera tenga tiempo, porque ahora que se acerca ese niño en bicicleta, ahora mismo Ray sabe que otro golpe de pedal ya no encontrará lugar y así vendrá la catástrofe. No bastará esta vez con eliminar años enteros de la escuela, o las caras de sus amantes, o las estadísticas de béisbol aprendidas a lo largo de toda la vida.
Ray necesita una solución, ahora mismo, pero tampoco le queda sitio para pensar en soluciones. El dedo índice se enrosca al gatillo, la pistola asoma del saco y parece que fuera a apuntar sola.
Entonces se oye el primer disparo, pero no viene del arma de Ray sino de adentro del edificio, allá donde la explosión hiere las paredes cubiertas de graffiti. Con precisión de cirujano, la bala elimina en un instante cada fragmento de escuela, cada rasgo de amante, cada partido de béisbol, cada niño que ha pedaleado ante los ojos de Ray, y así Ray tiene un momento, un solo momento del que casi no llega a darse cuenta, un momento brevísimo pero suficiente, valioso, inapreciable, de alivio.

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