Vivir en una casa ruinosa por lo general deprime. No soy la excepción.
Sin embargo, no deja de tener sus ventajas, mejor dicho, sus compensaciones. Por ejemplo, esas manchas de humedad, o los hongos que extienden negruras sobre la pared, alguna vez blanca. No se asombren. Todo es cuestión de tener imaginación.
Eso salva.
Porque una empieza a ver otras cosas allí, donde para cualquier hijo de vecino no hay más que decadencia o, peor aún, desidia.
¿Qué veo? A ver… Un día encuentro, por ejemplo, una pastora que se hace arrumacos con su pastor, igualito que en las Églogas de Garcilaso (¿eran de Garcilaso, no?).
Al día siguiente, por un crecimiento fungoso inesperado, el pastor se ha vuelto caballero, con yelmo y todo, y la pastora está embarazada (sucede en las mejores familias), o quizás se transformó en bruja… O ambas cosas a la vez.
A veces veo astronautas, a veces, demonios, en ocasiones encuentro un jefe sioux con su tocado, o una dama como la Pompadour.
Cuando llega el insomnio, la luz del televisor anima dragones, o caras que me miran con silencioso reproche, las muy turras. ¡En lugar de agradecer mi poco interés en esos productos de limpieza que, quizás, podrían erradicar sus bocas mudas, sus ojos enjuiciadores!
Y que tal vez, como por arte de magia, convertirían esta pocilga en una brillante imagen hogareña. Como esas con que la publicidad nos bombardea todo el santo día. ¿Cómo harán esas señoras para tenerlo todo tan resplandeciente, y verse, al mismo tiempo, tan arregladitas, tan monas, tan delgadas? Y tan chochas de la vida, vamos, ¡como si su salvación eterna dependiese del brillo de los sanitarios!
Pero ya me fui por las ramas.
Les decía que, a mí, ya no me molestan las manchas de techos y paredes.
Al contrario.
Porque hace unos días descubrí que, justo en la pared del fondo, en la cocina, sí, ahí mismo donde tan lindo sería tener una ventana, ha aparecido una gran mancha rectangular.
¡Si hasta a mi marido, que muy imaginativo no es, le ha llamado la atención! Pero a él lo único le asombra es que los hongos adopten una forma tan simétrica, tan precisa, tan parejita. Un rectángulo perfecto.
Yo, que quieren que les diga… yo, veo una puerta.
Y atrás de ella, un parque.
Con sol, árboles, un camino largo y verde.
Lo único que todavía le falta a esa puerta es un picaporte, o algo por el estilo.
Y ya me veo apoyando la mano en él, lo siento girar bajo mis palmas, e imagino el momento en que la puerta, sin más resistencias, ceda y se abra para mí.
Supongo que sólo será cuestión de tener un poco más de paciencia.
Y sigo esperando, boca muda, ojos bajos, el momento en que pueda, de una vez por todas, cruzarla.
Sin embargo, no deja de tener sus ventajas, mejor dicho, sus compensaciones. Por ejemplo, esas manchas de humedad, o los hongos que extienden negruras sobre la pared, alguna vez blanca. No se asombren. Todo es cuestión de tener imaginación.
Eso salva.
Porque una empieza a ver otras cosas allí, donde para cualquier hijo de vecino no hay más que decadencia o, peor aún, desidia.
¿Qué veo? A ver… Un día encuentro, por ejemplo, una pastora que se hace arrumacos con su pastor, igualito que en las Églogas de Garcilaso (¿eran de Garcilaso, no?).
Al día siguiente, por un crecimiento fungoso inesperado, el pastor se ha vuelto caballero, con yelmo y todo, y la pastora está embarazada (sucede en las mejores familias), o quizás se transformó en bruja… O ambas cosas a la vez.
A veces veo astronautas, a veces, demonios, en ocasiones encuentro un jefe sioux con su tocado, o una dama como la Pompadour.
Cuando llega el insomnio, la luz del televisor anima dragones, o caras que me miran con silencioso reproche, las muy turras. ¡En lugar de agradecer mi poco interés en esos productos de limpieza que, quizás, podrían erradicar sus bocas mudas, sus ojos enjuiciadores!
Y que tal vez, como por arte de magia, convertirían esta pocilga en una brillante imagen hogareña. Como esas con que la publicidad nos bombardea todo el santo día. ¿Cómo harán esas señoras para tenerlo todo tan resplandeciente, y verse, al mismo tiempo, tan arregladitas, tan monas, tan delgadas? Y tan chochas de la vida, vamos, ¡como si su salvación eterna dependiese del brillo de los sanitarios!
Pero ya me fui por las ramas.
Les decía que, a mí, ya no me molestan las manchas de techos y paredes.
Al contrario.
Porque hace unos días descubrí que, justo en la pared del fondo, en la cocina, sí, ahí mismo donde tan lindo sería tener una ventana, ha aparecido una gran mancha rectangular.
¡Si hasta a mi marido, que muy imaginativo no es, le ha llamado la atención! Pero a él lo único le asombra es que los hongos adopten una forma tan simétrica, tan precisa, tan parejita. Un rectángulo perfecto.
Yo, que quieren que les diga… yo, veo una puerta.
Y atrás de ella, un parque.
Con sol, árboles, un camino largo y verde.
Lo único que todavía le falta a esa puerta es un picaporte, o algo por el estilo.
Y ya me veo apoyando la mano en él, lo siento girar bajo mis palmas, e imagino el momento en que la puerta, sin más resistencias, ceda y se abra para mí.
Supongo que sólo será cuestión de tener un poco más de paciencia.
Y sigo esperando, boca muda, ojos bajos, el momento en que pueda, de una vez por todas, cruzarla.
1 comentario:
Un texto muy, muy bello.
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